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Enlaces de almas.
Ocurre muchas veces que personas o personalidades que, en principio, carecen aparentemente de semejanza, están, sin embargo, ligadas, a través del tiempo o del espacio, por el encadenamiento de otras personas de muy estrecha afinidad personal, espiritual o estética.
Es muy difícil que alguien piense que
existe alguna clase de parentesco espiritual entre Edgar Allan
Poe (1809-1849) y el pontífice Pablo VI (1897-1978). Sin
embargo, lo cierto es que existe una cadena de almas que van del
uno al otro y que mantuvieron entre sí relaciones
estrechísimas.
Sabemos de la múltiple irradiación literaria que tuvo Poe. No
sólo fué el creador de la novela policíaca, sino de la novela
de ciencia ficción, y, naturalmente, de la de terror. Pero su
influencia más importante, por referirse a la alta literatura,
fué la que ejerció sobre los simbolistas y decadentistas de fin
del siglo XIX y primeros del XX. Esta corriente que surgió en
Francia, tuvo como precedente a Charles Baudelaire (1821-1867),
máximo devoto y "alter ego" francés de Poe. Cuando
los paladares se saciaron del naturalismo de Zola y sus
correligionarios, volvieron a sentir la necesidad del sabor
romántico, y los nuevos creadores les ofrecieron el nuevo
manjar, en el que el romanticismo estaba refinado,
quintaesenciado, y las palabras exquisitamente escogidas para
levantar insospechadas resonancias anímicas. Y estos creadores,
los Verlain, Mallarmé, Villieres de L'Isle Adam, Maeterlinck y
otros, encontraron su antecedente más claro, en Poe y
Baudelaire, el autor de "El cuervo" y el de
"Flores del mal".
Entre estas almas selectas estaba Jules Barbey D'Aurevilly
(1808-1889), el autor de "El Caballero Des Touches",
obra ambientada en la Vendée de los años de la Revolución
Francesa. Barbey estaba espiritualmente ligado a los legitimistas
de aquella época. Era un católico aristocrático,
tradicionalista, prototipo de un dandismo algún tanto tenebroso.
Se dirá que amaba más la estética del católicismo que el
catolicismo en sí mismo; que gustaba más del relumbre de la
liturgia que de su auténtico significado; y que en él
predominaba la pose, lo exterior, sobre la interiorización de la
fe. A destacar que sirvió de modelo a Ramón del Valle Inclán
para su Marqués de Bradomín; y para él mismo.
Pero algo más que superficialidad debía de contener su
catolicismo cuando subyugó a un hombre como Léon Bloy
(1846-1917) y lo convirtió a la fe. Bloy fué el más feroz
libelista católico que haya existido. Sus diatribas contra el
librepensamiento y el sensualismo dominantes en Francia, y contra
el catolicismo tibio, medroso y anquilosado, cuando no
francamente liberal, de la época (finales del XIX y principios
del XX) tenían, en su calculada y extremadísima rotundidad,
fulgores apocalípticos. Y es que, realmente, él creía en que
el final se acercaba. Y creyó que era su testigo cuando estalló
la Gran Guerra.
Llevó una vida de constante indigencia, compartida durante
largos años con sus dos grandes amigos, Villiers de L'Isle Adam,
el más refinado y aristocrático de los simbolistas y
decadentistas; y J. K. Huysmans, otra figura esencial de la
época y su literatura, convertido al catolicismo en el otoño de
su vida y retirado a un convento, donde murió.
Como los demás simbolistas, eran devotos de Baudelaire y de Poe.
Aunque Baudelaire era descreído, Bloy encontraba en él un alma
de su temple, de su temple rebelde. Y Bloy era capaz de amar a
sus enemigos. Los que le daban náuseas eran los tibios, y más
si pertenecían a su campo.
La trágica vida de Léon Bloy se revela en todo su patetismo en
su novela "El desesperado", en gran parte
autobiográfica. Su salvaje acritud hacia la sociedad relajada de
su tiempo y el catolicismo melindroso subsistente, impresiona a
cualquiera. Uno se pregunta si tal hombre hubiese podido vivir en
los tiempos presentes. Fué el gran paladín de las apariciones
de la Virgen de La Salette.
Las personas moderadas tenían a Bloy por un energúmeno, cosa
que a él no sólo no le importaba, sino que consideraba que era
un juicio muy adecuado a la mentalidad de tales personas. Y lo
mismo que de Barbey D'Aurevilly, se puede decir de él: Algo más
que actitudes desaforadas y desmelenadas había en este hombre
cuando fué capaz de convertir al catolicismo al filósofo
Jacques Maritain (1882-1973) y su esposa a primeros de siglo.
Maritain siempre lo tuvo en grandísima estima y nunca ocultó la
admiración que le profesaba. Admiración, y hasta veneración.
Igual que Bloy por Barbey.
Y ya tenemos la cadena completa; pues todos sabemos la relación
estrecha que mantuvieron Jacques Maritain y Giovanni Battista
Montini. Maritain fué el filósofo predilecto de Pablo VI, así
como su gran amigo. Poe-Baudelaire-Barbey
D'Aurevilly-Bloy-Maritain-Montini forman, por tanto, una cadena
-un tanto sombría, todo hay que decirlo- en la que, si bien los
eslabones extremos poca o ninguna relación parecen tener (como
no fuese que, cosa que no consta, Montini gustase de la lectura
de Poe en su juventud, pues era aficionado a la literatura),
están, sin embargo, unidos firmemente al resto de una sólida
cadena.
Quizá lo que tuvieron en común Poe y Montini fué que ambos
fueron desgraciados en su vida; aunque con desgracias de muy
distinta índole. Todos conocemos las trágicas circunstancias de
la vida de Poe. No es necesario referirse de nuevo a ellas.
Fueron estrictamente personales y afectaron a un escaso número
de individuos. En cuanto a la desgracia de Montini, de
incomparablemente mayor trascendencia, condicionó la vida
espiritual de muchos millones de seres humanos.
Fué el Papa de las dudas constantes. Un Papa
"hamletiano", solían decir de él. Sus dudas
provenían de que las consecuencias, no pocas veces nefastas, de
sus disposiciones le desconcertaban. Y procuraba arreglar con su
mano derecha lo que desarreglaba con la izquierda. No conseguía
renunciar a la rigidez de sus convicciones políticas
democráticas y a una orientación aperturista que predominaba en
la Iglesia en los tiempos conciliares. En esa dirección era
apoyado por su amigo Maritain. Pero éste entrevió el abismo a
que fatalmente iba llegando la Iglesia por ese camino y, desde su
retiro en el convento de los Hermanos de San José, escribió en
1966 una obra, "Le paysan de la Garonne", que es una
formidable requisitoria contra el progresismo y el neomodernismo
predominantes en el clero católico, avisando de la inminencia de
una apostasía general. Este libro, esta toma de postura de su
amigo Maritain, sumió en profunda angustia a Pablo VI, ya
hondamente preocupado por el efecto venenoso del "humo de
Satanás" sobre la fe eclesiástica. Comprendió que la
Cristiandad se hundía. Se le oía murmurar: "No
traicionaré a Cristo. No traicionaré a Cristo. Reaccionó una
vez más, y en 1968 pronunció solemnemente su Profesión de Fe
que, naturalmente, estaba fundadada en el Credo de Nicea. Fué
recibida con frialdad en los medios eclesiásticos.
Poco antes de morir en 1978, confesaba a su amigo y confidente
Jean Guitton: "Hay una gran turbación en este momento de la
Iglesia y lo que se cuestiona es la fe. Lo que me turba cuando
considero al mundo católico es que dentro del catolicismo parece
a veces que puede dominar un pensamiento de tipo no católico, y
puede suceder que este pensamiento no católico dentro del
catolicismo se convierta mañana en el más fuerte. Pero nunca
representará el pensamiento de la Iglesia. Es necesario que
subsista una pequeña grey, por pequeña que sea".
Años después Guitton comentaba: "Pablo VI tenía razón. Y
hoy nos damos cuenta. Estamos viviendo una crisis sin
precedentes. La Iglesia, es más, la historia del mundo, nunca ha
conocido crisis semejante... Podemos decir que, por primera vez
en su larga historia, la humanidad en su conjunto es
a-teológica, no posee de manera clara, pero diría que tampoco
de manera confusa, el sentido de eso que llamamos el misterio de
Dios".
El lector juzgará si estas palabras no se corresponden con la
realidad presente.
El artículo, que pretendía meramente presentar un curioso
enlace de personalidades a través del tiempo, termina en tono
grave. Y es que no es fácil hablar con ligereza de personas de
excepcional espíritu, cuanto más si alcanzan la condición de
guías de la Humanidad.
San Pablo dividió con contundencia a los hombres: "El
hombre carnal entiende de cosas carnales; el hombre espiritual
entiende de cosas espirituales". Con independencia de sus
errores, los hombres citados pertenecieron a la segunda clase. Y
la curiosa cadena no hubiera podido establecerse sin esta su
condición.
Ignacio San Miguel .
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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