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"El político cristiano" según García Escudero.
El recientemente fallecido autor en este muy lúcido texto, de plena actualidad, critica a los políticos cristianos de «la mano tendida, de la cual se ha dicho que acaba siempre por ser la mano entregada» y que, «de puro tácticos, ni aun osan a veces proclamarse cristianos», y que en el tercer párrafo describe tan bien que, mientras lo leemos, no puede dejar de recordarnos a los miembros de un partido en concreto.
Una de las cosas que no hemos de hacer en
política, escribe el padre Ayala. es ésta: «hablar a los
hambrientos del infierno y de la gloria». Es ésa una
advertencia que deben tener muy en cuenta quienes tratan de
política cristiana sin pensar a la vez en política social.
Esta, social, no es lo sé la única palabra, ni
siquiera la más importante, en una política cristiana: pensar
otra cosa sería replicar a un materialismo con otro; pero esa
palabra, ¡es tan importante!
¿Cómo, entonces, hubo políticos cristianos entre los que, a lo
largo de los siglos pasados, se desentendieron de las necesidades
de sus pueblos? Contestación: no entendieron el cristianismo. No
el orden real, sino el reposo, fue el dios de esos políticos, de
los que uno tiene que preguntarse si querían la estabilidad por
asegurar la religión o aseguraban la religión por amor a la
estabilidad, si únicamente vieron en su fe una propiedad por
defender, y no un legado para repartir. En todo caso, antes que
de la nación, fueron defensores de una clase social;
contemplaron su creencia sólo como manantial de derechos, y no
de deberes, permitiendo, así, que brotara en mentes proletarias
la monstruosa equiparación entre cristianismo y capitalismo. Es
verdad que, de entonces acá, se ha hecho mucho, pero el que la
equiparación subsista, es la contestación más elocuente para
quienes creen que se ha hecho todo.
Y al menos, de aquellos, algunos supieron mandar, aunque
fracasaran al pretender dominar incluso a las circunstancias,
como si cupiera en nosotros borrar sin dejar rastro lo que ha
sido. Pero la imagen que las palabras «político cristiano»
evocan a veces, en nuestros tiempos y en determinadas naciones,
es muy otra: es la del tibio que, proclamando la necesidad de
reformas sociales, las teme, y pretende evitarlas pintándose de
rojo; con tímidas concesiones, antes arrancadas al miedo que a
la generosidad; es la imagen del político untuoso, apocado y
transigente, que falto de valor para ordenar el derribo
inaplazable, hecho desde el poder y por el poder, se degrada a
escribir al dictado de la peor parte de sus gobernados. A veces,
su mismo pánico los conduce, a esos políticos, a lo contrario.
A la manera del tímido que pretende engañar su miedo cantando
en la oscuridad, reniegan del hermano, al que tachan de
extremado, y fraternizan con el enemigo, o, para acobardar a
éste, proclaman audacias intempestivas, que después no podrán
realizar, o que, de realizarse, se volverán contra aquello en
cuyo nombre fueron lanzadas. Eso (que también puede ser fruto de
generosos y peligrosos ímpetus) es aceptar la lucha dónde y
cómo la quiere el adversario. El político está para dictar, y
ahí, como en el otro supuesto, escribe al dictado. No es
político. Y, en no pocos casos, está en peligro de acabar por
no ser ni cristiano.
En otras ocasiones, el político cristiano sabe lo que debe
proclamar y cree, sinceramente, en lo que proclama; pero su
conducta es muy parecida a la descrita. Le falta la energía
suficiente para implantar su gran reforma frente a la otra, y, o
se resigna a no hacer nada, o, para hacer, acepta alianzas de las
que puede salir perdiendo cuerpo y alma. Eso, ¿será siempre
ineludible? ¿No se deberá a veces a que falten ahí calidades
apostólicas: a que las convicciones no calaron hondas, hasta el
corazón, hasta hacer vivir en ellas y por ellas, y las de los
adversarios, en cambio, sí? ¡Qué falta le harían a muchos
pueblos políticos cristianos, no uno ni dos, lo bastante duros
para aplastar la subversión, y lo suficientemente
misericordiosos para dejar de ser, con la victoria, beligerantes:
para satisfacer, luego, a los vencidos, haciendo su misma
revolución, pero al ritmo propio; según las posibilidades;
serenamente: conforme a razón, que no a pasión: mejor hecha, en
suma! Pues el nombre auténtico de esa revolución es
cristianismo. Y resulta paradójico que demagogos no cristianos
hayan realizado algo verdaderamente revolucionario, o que, al
menos, lo hayan predicado con vigor, y que sean, en cambio,
cristianos, tantos de los Kerenskys de todas las revoluciones,
introductores, por débiles, de lo que ellos no supieron realizar
rectamente. Al no hacer la revolución, esos políticos han hecho
caer sobre sus cabezas toda la sangre derramada después, por la
revolución o contra ella.
¿Contará algo, entonces, para sus pueblos, que la conducta de
sus dirigentes fuera irreprensible? ¿Les importará mucho que no
se contagiaran sus políticos, en su obrar, del maquiavelismo
ambiente; que no engañaran y cumplieran sus promesas, si,
además de esa pureza de conducta indispensable, no acertaron con
su quehacer primordial?
Los políticos cristianos que deseo, puede que se pasaran, a
veces, de la raya. Malo es esto, pero en más lo tengo que el
quedarse corto: antes quiero soldados imprudentes que timoratos.
Los empuja a aquéllos su ardor; contiene a los segundos su
pusilanimidad, disfrazada de prudencia. ¡A tanto político
cristiano le da miedo ambicionar, aunque sea para Cristo! Y, por
otra parte, ¡son tantos los que declaran que «no les interesa»
conquistar aquellos lugares desde los que, probablemente, puede
influirse con más éxito sobre la sociedad! Aquellos cristianos
se quedan en políticos a medias, éstos, renuncian a políticos.
No por pusilánimes, seguramente, sino por honrada convicción,
¡pero es tan discutible el acierto de esa convicción! Y conste
que ni aquí, ni en el resto de estas consideraciones, entro a
juzgar en primer término a cristianos; sí a políticos.
¿Qué necesitarán algunos políticos para templar su corazón?
Como los mancebos en el horno de Babilonia, los españoles hemos
pasado por el fuego purificador de nuestra guerra, y, pese a no
habernos purgado de todos nuestros defectos, naturalmente, «hoy
ha escrito lúcidamente uno de nosotros, Rodrigo Fernández
Carvajal podemos ser católicos y poseer a la par todas
aquellas virtudes de gallardía, conciencia viva de lo temporal e
intransigencia, que hasta hace poco parecían monopolio del mal,
o cuando menos, difíciles de vivir dentro de una religiosidad
cálida». Pero no faltan, fuera, los que han atravesado
pruebas semejantes, sin revestirse de una nueva humanidad. ¿Qué
necesitarán, Dios, para cambiar?
No será que, en el fondo, no sienten Tu presencia, que, a
lo sumo, no pasas para ellos de constituir un sumando más en sus
cálculos? Piensa su helada sensatez con medidas humanas, no
sobrenaturales, exclusivamente con números, alianzas, bloques y
mayorías, siempre utilitarios y pragmáticos. Por eso, están
vencidos de antemano, porque, en realidad, el espíritu ha huido
de ellos. No importa que cualquier tregua momentánea se les
antoje pretexto suficiente para desmesurados optimismos.
Alentados por los éxitos relativos que obtuvieron donde les
faltó enemigo verdadero, pueden pretender ignorar su fracaso
allí donde se les han enfrentado reales adversarios. Pero,
aunque sólo vean motines donde hay revoluciones, se advierte su
sustantivo pesimismo, tanto en esos júbilos artificiales, como
en un febril acechar el avance revolucionario, y en su ceder
incesante.
Son ésos, muchos políticos de «la mano tendida», de la cual
se ha dicho que acaba siempre por ser la mano entregada; los
«minimistas», que censura el Papa. Ellos dicen que las
circunstancias los obligan, y, efectivamente, arte de saber mudar
es el arte político, y no puede señalársele una táctica
uniforme para todos los pueblos y todas las edades; pero a las
circunstancias, en él, ha de cederse, maniobrando de manera que
empujen nuestro barco en la dirección deseada, no de modo que
nos arrastren contra los escollos. Y éste es el ceder de esos
políticos, hombres de una «política de realidades», que yo
definiría así: «política de debilidades». Les falta la
hondura que sólo da el verdadero pensar sobrenatural, y creen,
que con bufas componendas de comedia podrán remediar la
tragedia. A nadie conducen, aunque conducir es oficio de
políticos, y el vivir se les va en equilibrios, para no caer,
sobre la cuerda floja de su pánico. Pero, al final, caen: que,
como Saavedra Fajardo advertía: «Las vías medias ni
granjean amigos ni quitan enemigos».
Políticos que, de puro tácticos, ni aun osan a veces
proclamarse cristianos. son fruto de circunstancias exclusivas a
algunas naciones y a ciertos tiempos venturosamente, resultan
planta incompatible con nuestro secular modo, español y entero,
de vivir católicamente el cristianismo y llevarlo, con nosotros,
a todo; pero, en mayor escala ¿no constituyen como la caricatura
de lo que vienen siendo muchos de los políticos cristianos que,
hace siglos, empezaron a batirse en retirada? ¿No reflejan,
también, aquello en que el hombre cristiano, político o no,
está en bastantes casos convirtiéndose?
Como a tantos de nosotros, cristianos de domingo y a horas fijas
cristianos vergonzantes, rutinarios, tibios y palabreros, a
ciertos políticos cristianos les falta amor, que es
señaló Gracián «el más poderoso hechizo para
ser amado». Son máquinas apologéticas desprovistas de
caridad. Saben, pero no viven lo que saben. Por eso, cuanto hacen
es estéril, y aunque sean muchedumbre, sólo sirven de estorbo
al hombre, de excepción que, a veces, surge entre ellos. Su
cristianismo enano les nubla la maravilla del cristianismo
verdadero, que ellos han matado en el alma de la humanidad
moderna. Pues, si es imposible una crisis del cristianismo,
pueden existir crisis de cristianos. Liquidadores de su fe,
muchos han hecho de ella algo aguado y desleído, indiferente y
engendrador de indiferencias.
Por eso, ese cristianismo, ni siquiera lo odia el proletario;
sencillamente, lo ignora. Pero al cristianismo hay que amarlo u
odiarlo. No puede concebirse siquiera que pase sin dejar huella.
Es soplo violento, es hoguera, todo, menos ese cristianismo gris
de tantos políticos cristianos. El mayor pecado que a éstos se
cargue en el futuro será, quizá, la falsificación del
cristianismo; ese pecado de omisión, «del cual nadie se acusa
escribía León Bloy, y que podría llamarse también
el pecado de no amor».
A semejanza de Gracián, diré: ¡qué singular te concibo!
¡Qué singular te concibo, político cristiano! Porque, si en
otras épocas bastaba lo normal, apenas sí es hoy suficiente lo
extraordinario; porque, hoy, la sola mediocridad, en el
cristiano, debiera ser censurable, y ya el llamarse cristiano,
prenda de excepción. ¡Qué singular te concibo, político
cristiano!
Si tú lo eres de veras, borrarás de tu vocabulario estas
palabras: callar, disimular, ceder, aplazar. Te angustiará tu
presente, y no por sus peligros, sino por sus injusticias, y,
lejos de arrojar febrilmente cubos de agua al incendio, o
alimentarlo con irreflexivos nerviosismos, hijos a veces del
miedo, lucharás por propagarlo conscientemente, conforme a plan,
que fuego dijo tu Maestro que había venido a traer a la tierra.
Alegremente, confiadamente, te darás sin tasa a tu misión, sin
contar el número de tus enemigos y sin pararte en bizantinas
discusiones con tus hermanos sobre el plan de ataque. El mejor
plan es el que empieza ahora mismo y en el lugar que ahora
ocupas, y el mejor político, el que instantáneamente percibe lo
que, allí donde otros sólo tuvieron ojos para lo que divide, y
en la tesis vencida, descubre, no un mal absoluto por enterrar,
sino una verdad a medias por completar. Irás a lo concreto;
mejor que probar la urgencia de reformar la sociedad, preferirás
reformarla primero, para probar después que era necesario. Y si
no lo logras todo de una vez, que no lo lograrás, sabrás
perseverar sin pérdida de tu inicial temperatura emocional. No
te preocupará tanto el perfilar de antemano tu programa como el
lograr un auténtico estilo, católico, sencillo y nada
ostentoso; nacido de tu vida, no sólo de tu razón; con él,
todo se te dará por añadidura, hasta esas inéditas fórmulas
políticas por las que clama este mundo de «humillante
pobreza de soluciones», que dice el Papa, y a las que,
entre incomprensiones ajenas, pretendemos llegar los españoles.
En fin, en ese tu quehacer, quizá no puedas evitar el
escandalizar. Pero tú contesta que eso debe ser el cristianismo:
piedra de escándalo. Y tendrás razón.
¡Qué singular te concibo, político cristiano! ¡Y cómo hace
falta que te conciba así, porque sólo políticos como tú, «de
la raza perdida para la dirección de los pueblos», que
añoraba VeuiIlot con ocasión de la muerte de García Moreno,
podrán impedir que, si evita el mundo su tragedia, sea
únicamente para caer en la farsa: que al Estado opresor, sólo
acierte a sustituirle el Estado histrión.
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José María García Escudero (Alférez 31 de enero de 1948).
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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