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Los muertos siempre vuelven.
Muchas de las ideologías nacidas tras la crisis de Dios son religiones camufladas, religiones laicas. Renunciaron a la espera apocalíptica cristiana, transfirieron y secularizaron la religión, pasando al hombre todos los atributos de Dios. Los terroristas sembradores de muerte han hecho una amalgama según les ha ido conviniendo entre marxismo y nacionalismo hasta llegar a convertirse en una religión pagana sacrificial
Cerca de mil personas asesinadas yacen
apiladas sobre el altar donde va a celebrarse la Eucaristía. Los
hay de cualquier edad y profesión, salvo curas y obispos. La
primera fue una niña de veintidós meses llamada Begoña Urroz
Ibarrola; el segundo un Guardia Civil de veinticuatro años,
José Pardines. En los primeros bancos de la Iglesia se
encuentran mancos, ciegos, tuertos, paralíticos, enfermos de
depresión, todos supervivientes de algún atentado. Junto a
ellos miles de víctimas del terrorismo lloran en silencio a sus
familiares ejecutados, intentan consolarse, no claman venganza.
Para poder sobrevivir, muchos feligreses han debido pagar el
impuesto a la organización mafiosa. Detrás, miles de personas
con representación pública viven amenazadas, debiendo asistir a
la eucaristía con guardaespaldas.
Al fondo de la Iglesia cuarenta millones de españoles esperan
ansiosos desde hace treinta años palabras y gestos similares a
los que tuvo Jesucristo, porque la Iglesia local siempre
representa a la Iglesia universal y los muertos y el terror son
patrimonio de todos. Muchos, demasiados, hemos callado durante
esos años porque albergábamos la secreta esperanza de un cambio
de rumbo en la Iglesia, confiábamos en nuestros pastores.
También creímos inocentemente que el nacionalismo algún día
vería saciada su sed reivindicativa. Quienes conocían al obispo
anterior, decían que era muy inteligente y "tenía la
cabeza mejor amueblada del episcopado". Nunca había leído
en los evangelios que la inteligencia fuera una cualidad
requerida a los seguidores de Cristo, pero confiaba en quienes lo
apoyaban. Y seguimos callando, aunque ya casi no se pudiera decir
misa en el altar ante el número creciente de asesinados. Los
cambios en la cúpula episcopal volvían a despertar una
esperanza que el anterior nunca llegó a cumplir.
Comienza la misa y sin solución de continuidad estamos en el
sermón. No hay lectura de la Palabra de Dios, no hay menciones a
Jesucristo, ni a textos del Nuevo Testamento en el documento de
los obispos vascos. Una Palabra de Dios que ilumina -con razón-
hechos actuales jamás mencionados explícitamente en el Nuevo
Testamento, como el aborto o la eutanasia, por poner dos
ejemplos, ¿no puede ayudarnos a comprender la cruda realidad
cuando son tantos los textos explícitos que pueden citarse? Y la
misma vida de Jesucristo a quien decimos seguir ¿no podría
darnos luz? Cuentan la anécdota histórica de un obispo en la
transición a quien los curas de su diócesis recriminaban con el
evangelio en la mano su aceptación de cargos políticos, a lo
que contestaba: ¡Hombre! Si Vd. me arguye con el evangelio
Pues bien, años después seguimos igual, preparando la paz sin
argüir con el evangelio en la mano.
Con el debido respeto he de manifestar mi total disconformidad
con el planteamiento general del documento episcopal vasco. En mi
opinión, firma el acta de defunción de un trozo del
catolicismo, engullido por el abrazo del oso del fundamentalismo
nacionalista. El nacionalismo es una "gangrena de la
humanidad" -ha dicho Juan Pablo II-, un cáncer maligno que
perjudica mortalmente a la Iglesia, algo con lo que nunca
debería haber entrado en maridaje. ¿Cómo explicar de otro modo
las reacciones favorables al documento sólo por parte de los
nacionalistas?
Pero vayamos a la esencia del asunto, Jesucristo. En su vida
terrena esperaba la intervención próxima de Dios, quien
vendría a solucionar un futuro que los hombres eran incapaces de
arreglar. El futuro quedaba en sus manos, los hombres se
convertían en colaboradores. Dirá san Pablo: "Nosotros
somos ciudadanos del cielo" (Filipenses 3,20-21). Aquí
encontramos la primera cuestión crucial: ¿cómo construir el
futuro en las sociedades modernas? Con la caída de la alianza
entre el trono y el altar y el ocaso de Dios, nacieron dos ideas
para organizar las sociedades: la nación, conjunto de sujetos
individuales, de ciudadanos reunidos en torno a unas normas de
convivencia comunes, origen de nuestras actuales sistemas; y los
nacionalismos, reacción posterior, fruto del romanticismo
alemán, quienes reivindicaban otros elementos para constituirse
en nación: tierra, lengua, raza, apellidos, costumbres y, sobre
todo, sentimiento, amor al país. Esos elementos se combinan a
discreción según la conveniencia del momento hasta acceder al
estado de gracia, denominado identidad colectiva. Serán ellos
los predecesores inmediatos de Sabino Arana y de todos los
nacionalismos actuales. A esta última idea se sumaron muy pronto
los sectores más reaccionarios de la Iglesia Católica y las
burguesías locales. La confrontación de ambas ideas y el
triunfo de la segunda provocaron en el siglo XX dos guerras
mundiales.
En mi opinión, muchas de las ideologías nacidas tras la crisis
de Dios son religiones camufladas, religiones laicas. Renunciaron
a la espera apocalíptica cristiana, transfirieron y
secularizaron la religión, pasando al hombre todos los atributos
de Dios. Los terroristas sembradores de muerte han hecho una
amalgama según les ha ido conviniendo entre marxismo y
nacionalismo hasta llegar a convertirse en una religión pagana
sacrificial, ofreciendo sacrificios humanos en el altar de la
patria vasca que pretenden construir. Otros, pretendidamente más
civilizados, conviven dentro de las democracias formales, sin
dejar de aspirar en última instancia a la independencia,
comulgan con los criminales en idénticos fines con otros medios,
lo que no impide llegar a pactos con ellos, van a misa el domingo
y fiestas de guardar, y no llevan escolta. Saborean los albores
del nuevo cielo en la tierra con la llegada de la independencia a
la que ya van poniendo fecha como hacen las sectas más
retrógradas, condenan de boquilla la violencia (no faltaría
más, si muchos son de comunión diaria), mientras colocan en la
Comisión de Derechos Humanos a un etarra o hacen alianzas con
sus cómplices. El nacionalismo nos quiere retrotraer al comienzo
del medioevo cuando la caída del imperio romano propició el
nacimiento del feudalismo, dividiendo Europa en un mosaico de
"naciones" que sólo posteriormente buscarían la
unidad entre ellas. Y eso se hará cueste lo que cueste, caiga
quien caiga porque ellos y sólo ellos son los constructores de
su futuro. Son la nueva apocalíptica. Ellos le llaman
autodeterminación.
El cristianismo es decididamente universalista y antinacionalista
al colocar al sujeto por encima de la colectividad, al suprimir
las barreras nacionales, al construir el Pueblo de Dios sin
aplastar al individuo, al unir a gentes de toda raza y color en
nombre de Cristo, no en nombre de la lengua, la tierra o la
cultura propia (Efesios 2,14-22; Gálatas 3,26-28). El
cristianismo ha sacralizado a la persona. El concepto
"pueblo" dentro de la nación (utilizado por los
nacionalistas "católicos" en nombre de la
inculturación) resulta de la secularización de la noción
Pueblo de Dios, sin reparar en el deslizamiento semántico: los
cristianos están unidos en un Pueblo gracias a Cristo.
Absolutizamos una persona, no un concepto. No nos une la tierra,
ni la lengua, ni siquiera la sangre familiar. Por tanto, no todas
las opciones son iguales, unas estarán más cerca del
cristianismo que otras. Y puestos a buscar diferencias, aquellas
que alienten la universalidad, la unidad entre los seres humanos,
la superación del concepto de nación, la atención a las
víctimas del mundo, serán más acordes con los postulados
cristianos. No es cierto que todas las opciones sean igualmente
legítimas como pretenden los obispos.
Pero además tenemos otras dos misiones encomendadas por nuestro
fundador: defender a las víctimas y procurar por todos los
medios que los criminales dejen de matar. Pertenecemos a una
religión cuyo fundador fue ejecutado. Desde entonces la
religión cristiana se ha convertido en la religión de las
víctimas con nombre y apellido, como agudamente advirtiera
Nietzsche. Allá donde estén ya no caben ideologías ni
componendas, equidistancias o silencios. Nuestra única misión
es estar cerca de ellos, escucharles y ayudarles si podemos. No
se puede ni se debe exigir atender a los verdugos mientras no se
escuche a las víctimas, no se puede pedir ni exigir el
acercamiento de los presos en el funeral de una víctima delante
de su familia, cuando los verdugos no han pedido perdón, ni se
ha atendido a las víctimas como merecen, ni se ha aplicado el
derecho canónico con todo su rigor, excomulgándoles si no dejan
de matar. ¿Cómo se puede sembrar la duda acerca de la
ilegalidad de una organización si la sociedad civil demuestra
que son cómplices directos de los asesinos, máxime si no se ha
atendido debidamente a las víctimas?
Quien osa matar a otro ser humano tiene dos armas, una en cada
mano: una empuña la pistola, la otra se aferra a una idea que
justifica el crimen. Ambas son letales, porque si una ejecuta el
acto y elimina a un ser humano, la otra aún es más fuerte al
pretender justificarlo, mitigando la culpabilidad que clama desde
lo hondo de la conciencia, buscando desesperadamente a otros
seres humanos que disculpen la acción; encontrando en ellos la
exculpación, quedan listos para repetir sus crímenes. Cualquier
idea en la que puedan apoyarse los asesinos para encontrar la
exculpación les legitimará para seguir matando. Los cómplices
de los criminales dicen que los obispos ya se han
"retratado", ¿habrán encontrado en las palabras de
los obispos alguna legitimidad para seguir matando?
El próximo domingo las mil víctimas estarán encima del altar.
Los muertos siempre vuelven.
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Antonio Mas Arrondo
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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