Hace
varios años viajando de un campo a otro por la desolada ruta
40, la que corre a lo largo de todo el territorio argentino pegada a
la cordillera de los Andes y justo en la parte más solitaria y
hostil (el paisaje lo hiere a uno), a la altura de Puelén en
el desierto de la Pampa. Allá donde el diablo perdió el
poncho, donde la casi nula agua que se encuentra viene con arsénico
y donde ni el austero guanaco puede vivir. En una inmensidad cubierta
de arena y espinas de alpataco, el único árbol de mundo
que crece para abajo. Donde el alambrado no existe pues los campos
inmensos siguen abiertos (es que el alambre y los palos valen más
que los campos).Allí, atado a una vieja cubierta de automóvil,
colgada a su vez a un palo, estaba el cartel: Estancia
la poca fe.
Inmediatamente
nos vino a la mente el título del libro homónimo del
filósofo peruano Wagner de Reyna en donde va a sostener que la
fe siempre es poca, es insuficiente pues lo que pone el hombre de su
parte resulta diminuto en comparación con la grandeza de la
verdad vislumbrada
Es
sabido, que la más acabada definición del concepto de
fe, desde la época de los Padres de la Iglesia, se halla en la
Epístola a los Hebreos 11, 1 cuando se afirma: la
fe es el fundamento de las cosas que se esperan y la prueba de las
cosas que no se ven. (Est
autem fides sperando rerum substantia, rerum argumentum non
apparentium).
Esta
definición está compuesta por dos partes una primera
que se mueve en el plano ontológico y una segunda en el plano
gnoseológico. Así cuando se afirma que la fe es “ la
sustancia de las cosas que esperamos ”
se menta al fundamento último de las cosas por venir. Nos
movemos aquí en el plano ontológico. La fe en este
aspecto nos hace presente las cosas futuras y aquí encuentra
su anclaje la esperanza, otra de las virtudes teologales, que
entiende el futuro como advenir= adventus
y
simple futurum
al modo del hombre precristiano que veía las cosas futuras
como simple espera. Mientras
que cuando se afirma que “ es
prueba de las realidades que no vemos ”
nos movemos en el plano del conocimiento que nos aporta la
certidumbre sobre aquello que no podemos ver. Así la fe como
adhesión a aquello que Dios nos ha revelado nos otorga un
conocimiento privilegiado, pues Dios no puede decir sino la verdad y
nada más que la verdad. “Pero
el hilo de la fe del cual pende toda la certeza respecto del ser
trascendente-divino y su mensaje, es muy delgado ,
afirma con toda propiedad el filósofo alemán Eric
Voegelin .
Es que la verdadera fe abre la duda. Es como un faro en la niebla, no
pierde su luz pero no llega lejos. La opacidad es la esencia de las
circunstancias que rodean al creyente que tiene conciencia de sus
limitaciones, de “ la
poquedad de la fe”. Ahora
bien, de dónde le viene al hombre el fundamento y las pruebas
de lo invisible? Algunos como los voluntaristas dicen que de la
fortaleza de su voluntad. Lo que mueve al creyente creer, es su
propio querer creer, su propia voluntad. Pero muy bien observan,
tanto y pensador pagano como Alain de Benoist como un pensador
católico como el mencionado Wagner: no
se cree porque se dice que se cree ni se tiene fe porque se afirma
que se la tiene. Lo
que se cree por la fe, no depende del acto de creer sino de aquello
que éste muestra. Aquello trascendente al mundo de las cosas
que podemos experimentar y mensurar.
En
el otro extremo están los fideístas, básicamente
el mundo protestante, para quienes la fe es un don sobrenatural que
depende exclusivamente de la voluntad de Dios.
Si
bien la fe es un don, una gracia de Dios. Y en la fe del creyente
Dios es el responsable último, la fe se pide, es poca y
flaquea casi siempre. El hombre en un acto libre de su voluntad la
tiene que solicitar y puede aceptar o rechazar esta gracia de Dios.
Hay
gente que quiere tener fe y no lo logra porque, más allá
de acto debido a la bondad de Dios de otorgarla, se necesita la
fortaleza del alma para sostenerla y no todos los hombres son capaces
de ello. La mayoría necesita ayuda institucional y busca el
apoyo de la Iglesia.
A
la fortaleza de alma se llega luego de un largo ejercicio en la
práctica cotidiana de todo aquello que hace a la integridad
intelectual, espiritual y física del hombre. Hay que recordar
que la esencia de la fortaleza está más en el saber
soportar= sustinere, que
en el poder agredir = agredere.
Y
si bien la fe es, antes que nada, un don gratuito de Dios, que puede
otorgar aún sin que se la pida, el hombre debe preparar el
recipiente de la fe, que es él mismo.
Con
razón decía Ortega que las ideas se tienen y las
creencias nos tienen. Las ideas son ferencias y las creencias
preferencias.
Fe
se dice en latín fides
y en griego pistis,
ambas participan de la
misma raíz pith del
verbo peitho que
significa escuchar, enterar, convencer, confiar. Pisteuo
de la misma raíz
significa creer, del latín credo
donde está presente
la raíz do (dar), así
quien da (acreedor) cree y confía que le será devuelto
lo prestado.
El
adjetivo pistos (digno
de fe, confiable) participa de la misma raíz del originario
pith. Y
el confidente, aquel con quien se comparte la fe es el mismo con
quien se comparte el secreto, lo que está encubierto que en
griego se dice lethes que
es lo contrario de a-lethes,
(desoculto o verdadero). Así siguiendo esta secuencia
etimológica la fe se relaciona con la verdad.
En
tal sentido los viejos teólogos realizaban el siguiente
silogismo: Como la fe es la adhesión a lo enseñado por
Dios a través del dato revelado y Dios no puede decir sino la
verdad; esto lo ha dicho Dios, luego es verdadero.
O
creer o reventar, diría mi abuela
Así
pues, aquello que comenzó por un planteo ontológico: el
fundamento de las cosas que se esperan, y gnoseológico: la
prueba de las cosas que no se ven, pasó por la dialéctica
solicitud – disposición- gracia, para terminar en la
convergencia de fe y verdad.
(*)
arkegueta, eterno comenzante·- ·-· -······-·
Alberto Buela
Notas
***
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