Le ha pasado a muchos,
y nos ha pasado también a nosotros, que después de
dictar clase durante años en la universidad, dejaron la
enseñanza para limitarse a la investigación propia, a
pensar sin ataduras, programas ni horarios.
Pero, por qué se
toma este tipo de decisión tan vital: a) Por la íntima
y subjetiva convicción del filósofo (ocurre con otras
disciplinas también), que si bien la práctica
filosófica requiere como condición el ejercicio
académico, al menos durante un tiempo, esa práctica
filosófica no se agota en ejercicio académico. Y b)
porque son muy pocos los que pueden soportar la presión del
ejercicio simultáneo de la filosofía en dos escenarios
tan diferentes como el público y la academia. No sólo
porque existen dos juegos de lenguajes: el propio de la academia con
sus tecnicismos, cuanto más mejor, que circula en el interior
de las facultades de filosofía y se expresa en las
publicaciones especializadas. Esa verborrea bizantina que hizo
exclamar a Nietzsche: “ciertos profesores de filosofía
oscurecen las aguas para que parezcan más profundas”
.
Y el propio de lo
público, vinculado a las formas de opinión pública
(TV, radio, diarios, conferencias abiertas) y al uso del lenguaje
cotidiano. Y en este campo vale el apotegma de Ortega: “la
claridad es la cortesía del filósofo”.
A esto hay que agregar
que, quien decide intervenir sobre lo público corre el riesgo
de perder el empleo público como profesor universitario o
investigador. La reticencia de los académicos a pegar el salto
es más bien por este último motivo que por el anterior.
Además desde el
lado académico se lo comienza a considerar en una categoría
menor como la de “ensayista”. Dice Owe Wikstrom en
Elogio de la lentitud que el ensayo es un intento, ese es su
sentido etimológico, donde el autor mezcla lo pequeño y
lo grande de manera personal .
Y agregamos nosotros, El ensayo llega a conclusiones, enumera las
pruebas más que detenerse en el método que convalida
las pruebas. Por otra parte el ensayo fue durante muchos años
un producto típicamente hispanoamericano, tenido por un género
menor por los autores de manuales académicos al estilo
europeo.
Es interesante notar
que la figura del intelectual público es tan vieja como el
ejercicio de la filosofía, el ejemplo clásico es
Sócrates. En cuanto al intelectual académico recién
aparece con cierta regularidad a partir de la década del
cuarenta del siglo XX. El caso argentino es emblemático, antes
del 40 todos los filósofos, no había tantos, eran
intelectuales públicos y es a partir de esos años que
son incorporados a sueldo mensual en las plantillas universitarias.
Esto produce un enriquecimiento de la Universidad que luce con las
mejores ropas de toda su historia durante 15 años hasta que en
1955 es intervenida por el poder político de turno. Las
consecuencias fueron nefastas pues la Universidad se encerró
en sí misma y ya no produjo filósofos
sino, a lo sumo, buenos investigadores.
En estos últimos
veinte años ha aparecido una variante del intelectual público,
la del “yeite o curro filosófico”, para decirlo en
lunfardo. La de aquellos profesores de filosofía que le han
buscado la vuelta a tan noble disciplina para ganar dinero con ella.
Así aparecieron los filósofos terapeutas como Lou
Marinoff (Más Platón y menos Prozac), los
filósofos de la vida que dictan seminarios en su casa, los
filósofos mundanos como nuestro Sebrelli que dicta seminarios
de verano en las playas de Punta del Este, los filósofos
críticos de la sociedad que dictan sus clases en algún
organismo internacional bien pagos, los filósofos que dictan
ética empresaria, a empresarios ricos con empleados pobres,
etc., etc.
La figura del
intelectual público no es ni la de un académico erudito
ni la de un experto “chanta o farabute” como los que
acabamos de mencionar. Él posee una cultura general y se
interesa en poner ideas nuevas o viejas, pero siempre diferentes en
debate. Deja de lado las interpretaciones especializadas que los
académicos discuten entre pares y busca o intenta la
interpretación sencilla y general. Es que él, como buen
filósofo, es un maestro en generalidades. Piensa a partir del
disenso frente a lo políticamente correcto y al pensamiento
único. Es no conformista y rechaza la especialización
siempre vinculada a una pequeña elite. Es que la universidad
moderna ha legitimado un saber de eruditos y ha terminado minando la
cultura intelectual común de los pueblos. Su saber no es un
saber ilustrado, un saber sólo de libros, sino que intenta un
saber sobre las cosas que son y suceden en la vida pública,
que no es otra cosa, reiteramos, que la vida de los pueblos.
El filósofo como
intelectual público pierde mucho tiempo de su vida hablando
con unos y con otros, en reuniones infinitas y en conferencias
multitudinarias en donde no se sabe bien qué es lo que llega a
entender el receptor. De ahí su exigencia de claridad
expositiva. Se le va gran parte de su vida tratando de construir una
opinión distinta a la dada en o sobre personajes que puede
llegar a tener alguna ingerencia política o social. Trabaja
sobre “lo que es” pero con vistas “al deber ser”,
pues para él, el ser es lo que es más lo que puede ser.
Ningún profesor de filosofía de los miles de cagatintas
que existen puede llegar a pensar así, pues sólo
recitará al respecto las lecciones de Aristóteles o
Heidegger.
Hace unos años
apareció un libro de Richard Posner Intelectual público,
un estudio de su decadencia
en donde sostiene que “el intelectual público es un
no especialista y eso mismo era, tradicionalmente, el filósofo”
,
y a reglón seguido nombra todos “paisanos” como él
(¡qué vocación de autobombo que tienen!)
Nussbaum, Habermas, Dworkin, Nagel, Singer, Putman, etc., cuando en
realidad son otros los genuinos intelectuales públicos en el
mundo: los Franco Cardini, Massimo Cacciari, Marco Tarchi, Pietro
Barcelona, Giacomo Marramao, Marcello Veneziani, Gustavo Bueno,
Fernández de la Mora, Aquilino Duque, Sánchez Dragó,
Javier Ruiz Portella, Javier Esparza, Claude Rousseau, Alain de
Benoist, Julián Freund, Michel Maffesoli, Jean Cau, Tomislav
Sunic, Günter Maschke, Ernst Nolte, Alexander Dugin et alli.
Y aquí en nuestro medio se destacan Silvio Maresca, Máximo
Chaparro, Luís María Bandieri, Jorge Bolivar, Alberto
Caturelli, Oscar del Barco, González Arzac y tantos otros.
Tenemos también
nosotros, hoy como moda, otros intelectuales mucho más
promocionados y publicitados por los mass media como Feimann,
Forster, Aguinis, Kovaldoff, T. Abraham, Rotzitchner, pero no pueden
ser considerados “intelectuales públicos” porque
son intelectuales orgánicos del gobierno de turno o del
régimen político. O peor aún están al
servido del lobby explotador del pobrerío más
poderoso de Argentina.
Es que el intelectual
público tiene como método el disenso sobre el orden
constituido que siempre le parece un poco injusto. La premisa que
guía su pensamiento es aquella de Platón: “la
filosofía es ruptura con la opinión”, y sobre
todo con la “opinión publicada”.Y este el
es criterio para juzgar adecuadamente a un intelectual público.
Es apropiado distinguir
que lo público está constituido por
el ámbito de interés compartido de las fuerzas de una
sociedad. Cuando a partir de los años 80 se limitó lo
público al espacio se le castró su sentido, su
finalidad y al ser reducido solo a espacio (el gravísimo error
de Habermas) pasó a ser entendido como de nadie y por lo tanto
lo puedo tomar. Claro está, esto no pasa en Alemania que son
todos ilustrados, pero sucede a diario en todo el mundo bolita
que es el nuestro.
Lo público debe
de ser pensado como función (vgr.: la empresa pública,
la tierra pública, la televisión pública) no
puede ni debe quedar reducido a espacio público donde la
práctica deliberativa de la democracia discursiva (sic
Habermas) tiene lugar. El espacio público como lugar de la
asamblea. Esto es una estupidez, un engaña pichanga, un
gatopardismo para que todo siga igual .
De modo que el
intelectual público no es un simple discutidor, un charlatán,
un hablador por hablar sino que antes que nada y sobre todo tiene que
tener en cuenta la función o finalidad de lo público y
de aquellas cosas que se presentan como problemas públicos-políticos.
De modo tal que si
juntamos ruptura con la opinión publicada, práctica del
disenso y producción de sentido obtendremos un genuino
intelectual público·- ·-· -······-·
Alberto Buela
Notas
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