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Para una comprensión cristiana del camino de Santiago
por
Alfonso Carrasco Rouco
El camino de Santiago es un fenómeno espiritual de primer orden en la Iglesia y la sociedad actual, que va mucho más allá de su aprovechamiento turístico, económico y político; estos aspectos, útiles e incluso inevitables, no son siempre, sin embargo, suficientemente respetuosos de la realidad del Camino. El problema de posibles abusos económicos o de su utilización política sin duda ha existido siempre; pero no debe desviar la atención del acontecimiento espiritual de la peregrinación, que tiene lugar ante nuestros ojos con un vigor renovado y sorprendente
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El
camino de Santiago ha experimentado en estos últimos años
un auge extraordinario, convirtiéndose de nuevo en una
realidad viva que llama poderosamente la atención.
Muchos
intentan explicarlo como un fenómeno de moda, que responde a
inquietudes deportivas, ecológicas, turísticas y
culturales, a la promoción política de intereses
económicos etc. De todo ello puede haber algo, ciertamente.
Sin embargo las estadísticas nos dicen que más del 50%
de los peregrinos declaran ir a Santiago por un interés
explícitamente religioso y que otro 30% más o menos
reconocen motivaciones a la vez culturales y religiosas a su caminar.
Por
otra parte el crecimiento del número de peregrinos en los
últimos años es muy grande, sobre todo a partir de las
últimas visitas de Juan Pablo II en 1982 y con motivo de la
JMJ de 1989, en la que acompañaron al Papa más de
500.000 jóvenes en el Monte del Gozo. Un año tras la
celebración de la Jornada fueron ya 4.918 los peregrinos, que
en 1.992 llegaron a 9.764. Pero el Año Santo de 1.993 se
expidieron 99.436 certificados o “compostelas”, documento
en el que se acredita haber recorrido a pie al menos 100 Km. del
camino; en el Año Santo de 1.999 fueron expedidas 154.613, en
el de 2.004 se llegó a 179.944 y en este Año Santo de
2.010 han sido unos 272.000 los peregrinos oficiales, entre los que
ha estado también S.S. el Papa Benedicto XVI. Los visitantes
de Santiago se cuentan además por millones.
El
camino de Santiago es pues un fenómeno espiritual de primer
orden en la Iglesia y la sociedad actual, que va mucho más
allá de su aprovechamiento turístico, económico
y político; estos aspectos, útiles e incluso
inevitables, no son siempre, sin embargo, suficientemente respetuosos
de la realidad del Camino. El problema de posibles abusos económicos
o de su utilización política sin duda ha existido
siempre; pero no debe desviar la atención del acontecimiento
espiritual de la peregrinación, que tiene lugar ante nuestros
ojos con un vigor renovado y sorprendente.
El
origen del Camino
l
origen de la peregrinación a Compostela está en la
“inventio” o descubrimiento de la tumba del Apóstol
por el eremita Paio y el Obispo Teodomiro de Iria Flavia
probablemente en los años 812-814, bajo el reinado de Alfonso
II el Casto, que resistía en Asturias a la invasión
musulmana que había ocupado toda España y entrado
también en el reino franco.
Sorprende
grandemente el eco extraordinario de esta noticia surgida en un lugar
oscura y lejano de la Europa de entonces (en el Finis
Terrae )
y proclamada por personajes que serían desconocidos a las
naciones europeas. Hay quién ha visto en la resonancia
asombrosa de este anuncio, que movilizó a los pueblos, el
verdadero milagro operado en Compostela, perenne hasta hoy. Sin
embargo, esto hubiera sido imposible sin la convicción general
entonces existente sobre la predicación de Santiago en tierras
de la Hispania Romana y en su consideración generalmente
admitida de “evangelizador de Occidente”.
En
efecto, existía una tradición comúnmente
admitida tanto en Oriente como Occidente que hablaba del culto al
primer Apóstol Mártir en el Noroeste Hispánico.
Hitos de esta tradición son las noticias de Dídimo el
Ciego, San Jerónimo, Teodoreto, San Hilario de Poitiers, San
Efrén y Eusebio de Cesarea en el s. IV, de las que se hace eco
el “Breviarium
apostolorum”
(s.VI), que alcanzó amplia difusión, así como el
“De
ortu et obitu patrum” ,
probablemente de San Isidoro de Sevilla. En este mismo sentido habla
San Beda el Venerable en Inglaterra (s. VII) y, en España, el
himno litúrgico “O
Dei Verbum”
y el “Comentario al Apocalipsis” de San Beato de Liébana,
de gran influjo en el medievo.
La
naturalidad y rapidez de la aceptación del anuncio del
redescubrimiento del “locus
apostolicus”
es atestiguada en los Martirologios de Floro y de Adón de Lyon
(840-860), que ya recogen la noticia del culto sepulcral a Santiago.
En efecto, en la tercera década del S. IX se había
puesto ya en marcha la peregrinación hacia el sepulcro del
Apóstol. El filósofo árabe Algazel manifiesta en
el año 845 el relieve alcanzado por el fenómeno: “Su
Kaaba es un ídolo colosal que tienen el centro de la iglesia;
juran por él y desde las partes más lejanas, desde Roma
lo mismo que de otros países, acuden a él en
peregrinación y pretenden que la tumba que se ve dentro es la
de Santiago, uno de los doce apóstoles y el más querido
de Isa...” .
El mismo estupor muestra el embajador Ali Ben Yusuf: “Es
tan grande la multitud de los que van y vuelven a Santiago que a
penas deja libre la calzada hacia Occidente”.
Un
Camino que brota de la fe
Puede
ayudar a comprender esta respuesta de los cristianos de entonces
considerar muy brevemente el marco en que se sitúa el
descubrimiento del sepulcro apostólico. En el s. VIII había
estallado en Oriente la polémica del iconoclasmo, que, contra
la lógica de la Encarnación, rechazaba la posibilidad
de venerar imágenes del Señor; mientras en Hispania se
debatían las posiciones adopcionistas de Elipando de Toledo,
que corrían el riesgo de reducir el cristianismo a una
ideología sincretista cercana al Islam y a la Sinagoga. Es,
pues, época de grandes controversias teológicas, que,
favorecidas por el empuje musulmán, ponen en discusión
el significado de la humanidad de Jesucristo, en la cual la fe
cristiana afirma que es dado ver, oír y tocar a la Persona
Divina del Hijo de Dios. El Occidente naciente, que adquiría
forma propia ante Bizancio con la constitución del Imperio
Carolingio y que afrontaba las grandes invasiones musulmanas, era
puesto en cuestión en los pilares mismos de su fe en la
Encarnación. Quizá puede comprenderse así la
energía sorprendente y la alegría profunda con que será
acogida la presencia apostólica en el extremo de los lugares
occidentales, tanto por los reyes hispánicos como por el mundo
carolingio y las naciones europeas nacientes.
En
todo caso, el movimiento jacobeo medieval nace como un camino de fe
explícitamente cristiana, que confía y busca amparo en
la compañía del Apóstol y de los Santos. En
palabras del rey Alfonso X, el peregrino se pondrá en camino
“para
servir a Dios y honrar a los Santos, y por sabor de hacer esto
extrañanse de sus lugares e de sus mujeres, e de sus casas e
de todo lo que aman, e van por tierras ajenas lacerando los cuerpos o
despendiendo los haberes, buscando los santos”
(Partida I, 24).
Poco
a poco llega a conformarse toda una liturgia y una especie de “orden”
de los peregrinos, con oraciones, bendiciones, vestidos propios,
símbolos, etc. Se determinan también etapas y lugares
en los que reverenciar la presencia de otros cuerpos de santos en el
Camino, en los que se construyen también grandes iglesias,
como por ejemplo las de San Martín de Tours, San Marcial de
Limoges o San Sernin de Toulouse.
El
interés profundo que despertó el sepulcro del Apóstol
hará del Camino un factor decisivo de la construcción
de la Europa cristiana. No sólo porque se convertirá en
una gran vía de comunicación de experiencias
religiosas, intelectuales, artísticas e incluso económicas,
sino ante todo por el significado mismo de la peregrinación
para la fe. El que se pone en camino deja su casa y supera las
fronteras de pueblos y lenguas, para encontrarse en otras tierras una
misma fe, una misma raíz histórica de su identidad más
verdadera, una misma “memoria” apostólica como
origen de lo fundamental de su forma de vida. En el Camino resulta
esencial la búsqueda propia de la persona, su dignidad, su
capacidad de encuentro y de comunión, la afirmación del
propio destino “mas allá” ( ultra-eia), en la
gloria de la que habla el Pórtico de Santiago. Sin el testigo
apostólico, sin el Camino y la conversión personal, no
se explica bien la evangelización de Occidente ni el alma de
la Europa que alborea en los siglos IX y X.
Las
dimensiones y el significado eclesial adquirido por la peregrinación
a Santiago serán confirmados por las gracias otorgadas por los
romanos pontífices, especialmente por el Jubileo del Año
Santo, el Año de la Gran Perdonanza. Esta concesión es
hecha definitivamente por el Papa Alejandro VII en el año
1179, confirmando privilegios anteriores otorgados por Calixto II (
1118-1124), hermano de Raimundo de Borgoña y tío del
rey Alfonso VII, que había sido gran benefactor de la iglesia
de Compostela.
Sentido cristiano de las peregrinaciones
Por
supuesto, la peregrinación es una experiencia común a
las religiones y culturas de los hombres, presente también en
el cristianismo desde antiguo, al menos tras la conversión de
Constantino (cf. Egeria). Puede decirse que en ella encuentra
expresión lo propio de la naturaleza humana.
A
diferencia del animal, el hombre es un ser abierto, que desborda toda
experiencia, toda situación, e interroga sin cesar, busca
inevitablemente. El mundo no lo encierra sino que, como un signo, lo
abre a la trascendencia, a Dios. Incluso ante la muerte, el ser
humano pregunta, no detiene su búsqueda y espera. El hombre
siempre ha sabido que no tiene en el mundo morada definitiva, que
aquí se encuentra de camino.
Cuando
tiene lugar el acercamiento de Dios al hombre, la revelación
en la que Dios le dirige su palabra, el hombre adquiere certezas y
esperanzas nuevas, pero también se encuentra más
radicalmente en camino: “Sal
de tu tierra y de tu patria y de la casa de tus padres, a la tierra
que yo te mostraré”
(Gn 12,1). La fe hace surgir con claridad la conciencia del ser
peregrino, como explica la Carta a los Hebreos: “Por
la fe obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la
tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde
iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida,
habitando en tiendas, ..., mientras esperaba la ciudad de sólidos
cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios”
(Hb 11,8-10). La salida de Egipto, el éxodo por el desierto,
determinará la identidad misma de Israel, que experimentó
igualmente el destierro, comprendiendo que el camino al descanso
prometido es un camino de liberación de la opresión y
de la esclavitud, pero también de conversión de la
propia injusticia y pecado. De ello habla en la Escritura la
institución del “Año
sabático”
(Ex 21,2-6; 23,10-12; Dt 15,1-5; Lv 25,1-7.18-22), en que habían
de restablecerse las relaciones de hermandad, superando situaciones
de pecado y desarrollos históricos que conducían a
pobreza y miserias. Más radicalmente aún, el “Año
jubilar”
(Lv 25,8-16.29-31; Nm 36,4; Ez 46,17) anuncia el descanso de la
tierra, la recomposición simbólica de la relación
del hombre con la creación de Dios.
Pero
la tierra prometida, la superación de pecados e injusticias,
era profecía y figura que se cumpliría con la venida de
Cristo. Él es el peregrino, que cumple plenamente el camino de
la verdad y de la vida, que viene del Padre (dejando las riquezas de
su casa: Flp 2) y al Padre vuelve, anunciando el “Año
de gracia”
del Señor (Lc 4,18-19) la salvación que redime de la
carga inmensa del pecado y de la muerte.
Jesús,
en su humanidad nacida en Belén y llena de gloria tras la
Pasión, es el lugar del perdón, la raíz más
honda del Jubileo. En Él, la patria definitiva se hace real y
posible, las certezas del hombre y su fe se despiertan y se fortalece
decisivamente la esperanza; el hombre abraza el camino, que lo lleva
a la vida y es radicalmente bueno. Siendo Jesús el camino, el
hombre puede recorrerlo en la paz y la confianza.
El
cristiano reconoce desde el principio que no está aquí
en su casa definitiva (oikía), sino en una parroquia
(para-oikía). Lo dice bien el Discurso a Diogneto: “(los
cristianos) habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman
parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros;
toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra
extraña”
(V, 5).
El
cristiano es hombre de esperanza, es alguien que peregrina en la fe.
La iglesia misma en este mundo se define como iglesia peregrinante,
en busca de la patria celestial.
Se
comprende así el significado profundo que tiene la experiencia
de una peregrinación para el cristiano. No va a la búsqueda
de lo divino en alguna fuente lejana o ignota, sino que, como el hijo
pródigo, vuelve a las coordenadas profundas de su propia fe,
hace experiencia de la verdad de su propia vida, renueva la propia
existencia; mientras reafirma la necesidad y la posibilidad del
perdón, del abrazo de la misericordia, de la gracia jubilar.
Los santos que visita manifiestan la obra de la gloria de Dios en el
hombre y le hablan de su propio destino, redimido por Cristo, el de
alguien que está en camino en este mundo hacia la patria
gloriosa.
La
crítica al fenómeno cristiano de las peregrinaciones
La
reforma protestante significó una profunda crítica a
todo el fenómeno de las peregrinaciones, incluída la de
Santiago. Lutero subrayó la unicidad de la mediación de
Cristo y la centralidad de la Palabra y del Sacramento para recibir
la gracia, con una crítica dura a todo lo que le parecía
ser un comercio con las gracias y las indulgencias que podían
recibirse en los diversos santuarios. Ya en su escrito de 1520
dirigido a la nobleza alemana, Lutero hará de la abolición
de las peregrinaciones un objetivo programático.
En
ello radicalizaba críticas razonables que ya se habían
hecho en el medioevo a los abusos de las peregrinaciones; ya entonces
se había observado, por ejemplo, que es posible ganar más
gracia en una misa que en un viaje de ida y vuelta a Compostela
(Berthold von Regensburg).
El
rechazo a las peregrinaciones entrará en el mundo católico
en la época de la Ilustración, en la que domina una
comprensión racional-ética del cristianismo. Si ya
Jesucristo había dicho a la samaritana que no había que
adorar ni en el Monte de Samaría, ni en Jerusalén, sino
en espíritu y verdad (Jn 4,21-23), ¿qué utilidad
podría tener una peregrinación? El emperador José
II de Austria llegará incluso a prohibirlas.
Se
plantea pues una pregunta: ¿Por qué peregrinar a un
lugar concreto si Dios no está más presente en un lugar
que en otro y nos da su gracia en los sacramentos? La dimensión
ascética -muy inferior hoy día, dados los actuales
medios de transporte- no justificaría por sí sola el
Camino a Santiago, como no lo justifican tampoco suficientemente
motivaciones ecológicas o turístico-culturales.
Esta
pregunta sólo encuentra respuesta adecuada en Cristo mismo, en
la fe en Él como Salvador y Redentor; es decir, como Aquel en
quien es dada al hombre la gracia de Dios, la misericordia y la
verdad plena de su vida y de su destino. El verdadero lugar de la
presencia de Dios en el mundo es la humanidad de Jesucristo,
reconocido como una persona concreta, histórica, no como un
personaje mítico. El peregrino se mueve en este marco de fe;
no busca un lugar físico, sino un lugar profundamente
personal. Con referencia a él sitúa y entiende su
historia concreta, hecha de personas significativas e insustituibles
en su aparente contingencia, porque son testigos enviados por el
Señor. Este es el caso de muchas personas importantes en el
camino de fe de cada uno, de santos pequeños y grandes –como,
por ejemplo, pudo ser la Madre Teresa para un moribundo a quien
atendía. Y esto se cumple del modo más radical en el
Apóstol, en Santiago, evangelizador de Hispania y de los
Lugares occidentales.
Reconocer
el significado del Apóstol, de aquel de los Doce que vino
hasta nuestro Occidente, es reconocer el de Cristo mismo que lo ha
enviado y afirmar la historia que viene de Él, a todos sus
testigos que han hecho posible la vida de fe de cada uno; negarle
importancia al Apóstol es negársela a toda la cadena de
testigos, a los que están presentes en la propia historia y,
por tanto, es negar la fe en Jesús como el Hijo de Dios hecho
hombre y presente entre nosotros.
El
impulso que lleva a venerar el sepulcro de Santiago refleja el modo
de ser cristiano en su forma pura y lo afirma en un momento decisivo
de la existencia del peregrino, para que sea luego la forma propia de
su vida, dando espesor histórico y personal a su pertenencia a
la Iglesia, a la escucha del Evangelio y a la Santa Misa celebrada en
la propia comunidad parroquial.
Se
va a Santiago para renovar y confirmar el misterio de bondad y de
misericordia que ha hecho posible la propia historia personal; o para
buscar esta fe, esta presencia personal, profundamente buena, que
permita dar forma nueva a la propia vida de pecadores.
La
peregrinación como tiempo de verificación de la fe
Ciertamente
el Camino nace por una meta, nace por la llamada que significa la
tumba del Apóstol. No tiene su fin en sí mismo, no
puede decirse: la meta es el camino. Aunque sea un símbolo de
la vida humana y cristiana, valorar solamente el camino, sería
contradecirse, dejar de buscar a Dios y quedarse sólo en sí
mismo.
Por
el contrario, para quien quiere llegar al sepulcro de Santiago, la
experiencia de la peregrinación, el tiempo del camino, prepara
la reconciliación y la renovación de la vida,
contribuye a dar certeza y claridad a la fe.
El
peregrino parte para hacer un camino en primera persona, confiado en
el fondo en Dios. Deja su casa y sus propiedades; descubre que todas
las cosas pueden ser superfluas, que lo importante es cada uno, su
verdadero ser. La experiencia del peregrino es la de quien deja
preocupaciones y afanes, para descubrir la única cosa que
importa y que lleva consigo: su propio yo. Pues, ¿de qué
le vale al hombre poseer el mundo entero si se pierde a sí
mismo?
La
relación con la naturaleza y con los hombres se hace también
más verdadera para quien camina en el Señor.
El
peregrino tiene una experiencia auténtica del tiempo: se
levanta antes de que haya salido el sol; ve amanecer; hace silencio
por la mañana para levantar la mirada a la Presencia de Dios
mientras empieza de nuevo su vida; va viendo cómo cambia el
color de las cosas a medida que avanza el día; vive
intensamente cada momento; reposa en una iglesia, en una sombra; vive
sin reloj, sin calcular el tiempo. Lo importante no es lo pasajero,
sino lo eterno. Cada día pasa, pero el tiempo recibe la huella
de lo eterno. Permanece viva en él la esperanza de alcanzar la
meta movido por el deseo del Destino. Comprueba que lo importante es
descubrir el sentido de la existencia, frente al cual se renueva a
cada instante la necesidad de la conversión”
(Eugenio Romero Pose).
El
peregrino puede hacer igualmente la experiencia del encuentro con los
hermanos, fieles y testigos del mismo Señor, que han dado
forma en la historia a todo un camino de caridad y de cultura, en que
se expresa la vivencia cristiana, construyendo y edificando
hospitales y albergues, puentes, iglesias y monasterios. ¡Qué
importante resulta encontrar los templos abiertos, poder compartir lo
vivido con la comunidad cristiana del lugar! En el camino es posible
reconocer la participación en una común dignidad de
hijos de Dios y en un común destino.
La
percepción del hombre como hermano, del mundo y del tiempo de
la vida se renueva en la experiencia de la peregrinación. Es
un camino hecho en la fe y en la esperanza, en el deseo de la
misericordia y de la vida, para dar forma cristiana verdadera y
permanente a la propia existencia. El gozo de contemplar la catedral
de Santiago y de entrar por el “pórtico de la gloria”,
de contemplar en él la historia de la salvación y ver
también la de la propia vida conduce a un deseo profundo: que
lo vivido, que la relación renovada con Dios y con las cosas,
que la experiencia hecha siga viva en el camino diario, que éste
no se hunda de nuevo en la rutina, en las coordenadas de un mundo sin
hermanos, sin Dios y sin esperanza.
La
renovada vitalidad del Camino muestra que Santiago puede ser de nuevo
instrumento divino para la evangelización de Occidente. En
primer lugar, porque suscita un movimiento profundamente personal en
millones de peregrinos, pues la valoración de la persona, del
propio yo, de la libertad, dignidad y conciencia de cada uno, es
imprescindible para toda posible renovación de la fe de los
europeos. Pero también porque ayuda a descubrir la forma
histórica de lo cristiano, en una época como la nuestra
en que con frecuencia se reduce de nuevo el significado de la
humanidad de Cristo al de un “Jesús histórico”
meramente humano, y se olvida o se niega que Él mismo ha
constituido la comunidad de los creyentes sobre los Doce, haciendo
significativas e insustituibles a la vida de cada uno las personas de
sus enviados, dando forma a una profunda comunión de hermanos,
que se transmiten los unos a los otros lo más íntimo y
personal de la vida, la fe del corazón.
De
su nueva evangelización, de su construcción sobre los
pilares de la fe apostólica, depende el futuro de nuestra
Europa, para la que, por tanto, seguirá siendo importante la
memoria del Apóstol Santiago, símbolo de sus
evangelizadores y de las raíces cristianas de su historia.
Pueden comprenderse así las palabras de Juan Pablo II en su
primera visita a Santiago, en la Plaza del Obradoiro, que sirven
también para sintetizar de alguna manera, en conclusión,
el significado del gran fenómeno jacobeo:
Yo
Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te
lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a ser tú
misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive
aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa y benéfica
tu presencia en los demás continentes (...) [los cuales] te
miran y esperan también de tí la misma respuesta que
Santiago dió a Cristo: puedo”. ·- ·-· -······-·
Alfonso Carrasco Rouco
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