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Fray Pedro Subercaseaux, pintor de la Fe y de la Historia

por Gonzalo Larios Mengotti

Pedro Subercaseaux, monje y pintor de nuestra historia es exponente clave de la cultura chilena. Su talento artístico tiene el mérito de compartir sus pinturas, sus imágenes de la Historia, con el hombre común. Cultura supone raíces, y Fray Pedro distinguió las nuestras con realismo y vitalidad admirables, presentes en la aventura de la conquista hispana, en la altivez de la resistencia indígena, en el mestizaje que de ambos brota; en el patriotismo de la Independencia y en la fe católica que todo lo ensalza

Son las pinturas de Fray Pedro Subercaseaux, las imágenes de nuestra historia más conocidas para el chileno común, sus pinturas de especial emotividad y realismo evocan el fragor de las batallas de Rancagua o de Maipú, la trascendencia de nuestra declaración de Independencia, la llegada descubridora de Almagro a nuestro territorio, un altivo Lautaro entre los mapuches, y tantos otros acontecimientos que el pintor de nuestra historia supo dignificar, otorgándoles un aire de gesta y aventura que les permitió convertirse, en nuestro subconsciente, en algo así como fotografías de testigos oculares de aquellos episodios.

Ellas nos acompañan desde la infancia a través de innumerables textos escolares, libros, revistas y prensa, impresas en sellos postales y papel moneda, expuestas en museos y edificios públicos, y comúnmente utilizadas por medios como la televisión e Internet.

Pedro Subercaseaux fue además de notable pintor de la historia, también un destacado ilustrador y caricaturista, pero más importante, un artista religioso de trascendencia.

Dos concurridas iglesias como la de Nuestra Señora de los Ángeles, en el barrio El Golf, o la del Sagrado Corazón, en la calle El Bosque, fueron decoradas por el pincel de Fray Pedro, donde sin inconvenientes el heroísmo de las gestas históricas se transmutaba ahora en el amor, la paz y la armonía del mensaje de Jesús, que veremos, él tan profundamente conocía.

La fe, el arte y la historia, acompañan desde temprano a Pedro Subercaseaux Errázuriz, que nació en Roma en 1880 y fue bautizado nada menos que en la Basílica de San Pedro.

Hijo de Ramón Subercaseaux Vicuña, uno de nuestros grandes diplomáticos y artistas de fines del siglo XIX y albores del XX y de quien recibió, su primogénito Pedro, la vocación por las artes. De su madre, Amalia Errázuriz Urmeneta, activa católica social, heredó una especial sensibilidad espiritual.

La familia de nuestro artista vivió interrumpidamente entre Europa y Chile, pero no parecieran los típicos transplantados de la belle epoque, sino una familia aristocrática, terrateniente, conservadora y católica que responde a su legado con una responsable vocación de servicio público, no sólo a través de la diplomacia.

Cuando estaban en Chile la familia Subercaseaux Errázuriz vivió en las casonas o mansiones de los ancestros de Pedro, entre ellas, la actual embajada del Brasil, pero principalmente en su querida Chacra Subercaseaux, en el Llano, actual comuna de San Miguel, donde estaban las viñas de su padre.

Desde París, a los 11 años, es enviado junto a su hermano a un internado en Douai, era un colegio de benedictinos ingleses en Francia, con alumnos todos británicos.

Buenos recuerdos de aquel internado, como veremos nos confirmará la trayectoria de su vida. Un viaje con su familia a Tierra Santa, antes de los catorce años, confirma su fe católica y su vocación por el arte. Los maestros de la pintura chilena Pedro Lira, Onofre Jarpa y Valenzuela Llanos lo animan en su vocación, que fue respaldada por su familia.

Los largos viajes de ir y venir de Europa a Chile fueron una constante para un joven algo tímido pero alegre, como lo fue Pedro, que recorría curioso un París que por entonces dirigía la atmósfera cultural no sólo de Europa, sino también de las élites de toda América.

Su padre fue, naturalmente, su primer y principal maestro, lo conecta con cuidado en las corrientes y escuelas artísticas, pero animándole a cultivar una independencia que le permitiese un sello propio y original.

El artista diplomático fue gran amigo de John Singer Sargent, famoso retratista entonces y cuya trascendencia artística no ha dejado de crecer; conoció también a Giovanni Boldini que retrató a sus hijos en su infancia, entre ellos a Pedro quien conoció en el ambiente de su casa paterna al sueco Anders Zorn y al español, tan influyente en Chile, Álvarez de Sotomayor. En Berlín, Pedro ingresó a la Real Academia Superior de Bellas Artes recibiendo la distante formación de Anton von Werner, destacado pintor de batallas.

Algo aburrido y deprimido por la fría y repetitiva formación clásica prusiana, al segundo año convence a su padre de que lo envíe a Roma. En un ambiente más distendido en la ciudad eterna, recibe la formación de Lorenzo Vallés, pintor español de temas histórico-románticos. Pronto se independizó en Roma para luego trasladarse a París donde acudió a la afamada academia privada Julien donde reconoció influencia en una ambiente de motivación y libertad cerca del bohemio barrio de Montmatre.

De vuelta en Chile, con veintidos años, comienza a trabajar como ilustrador y caricaturista en la revista Zig-Zag, donde despliega una veta humorística a través de su personaje Von Pilsener y su perro salchicha Dudelsackpfeifergeselle. Un especial humor siempre estará presente en su también particular carácter.

Entre 1903 y 1917, Pedro Subercaseaux fue reiteradamente premiado en los Salones de pintura en Chile y Argentina, desplegando en ellos gran variedad temática que va desde obras costumbristas, paisajes, batallas y marinas, predominando la historia y la religión. Su obra fue ampliamente reconocida.

En 1911 retrata, personalmente, en Roma al Papa Pío X, obra que durante años fue la única de autoría sudamericana en los Museos Vaticanos.

Entre tanto, en 1907 se casa con Elvira Lyon, y ambos construirán su casa en un, por entonces, apartado y casi desconocido Algarrobo.

Su “Refugio de San Francisco”, como le llamaron, es una sencilla casa de estilo colonial con amplia vista al mar, “un monasterio en miniatura”, tanto que cuando se vendió la adquieren sus actuales propietarios, la congregación del Verbo Divino.

Fue allí en ese hogar retirado donde ambos compartían una religiosidad profunda y un amor que pasó a ser de otro mundo. Es que luego de trece años de matrimonio, Pedro y Elvira decidieron separarse para seguir a un amor aún más grande del que mutuamente sentían.

En audiencia el papa Benedicto XV dio su bendición al común acuerdo entre los esposos de seguir a Dios en plenitud, Elvira ingresa a un convento en España, nuestro pintor, por su parte, ha decidido la vida contemplativa en la Orden de San Benito.

Durante los siguientes diecisiete años, reside en la Abadía de Nuestra Señora de Quarr, en la isla de Wight, al sur de Inglaterra.

Quarr reunió a monjes franceses obligados a abandonar la Abadía de Solesmes por la hostilidad de un laicismo descristianizador.

Cuando se les permitió regresar, Père Pedró, como le llamaban y unos pocos permanecieron en Quarr, que comenzó a admitir postulantes británicos.

Sacerdote desde 1927, su actividad artística, como lo señala en sus Memorias, no fue siempre bien comprendida en la comunidad religiosa pero, finalmente, su pintura armoniza con el ora et labora benedictino.

La decoración de la cripta de su Abadía le generó numerosos encargos de pintura religiosa.

Años antes, había comenzado la serie de acuarelas de la vida de San Francisco que luego fueron publicadas en Estados Unidos, junto al texto del escritor Jörgensen, un danés converso por influencia del propio Santo de Asís, a tal punto que residía en aquel mismo lugar, donde conoció a nuestro artista, compartiendo la mágica atmósfera franciscana de sencillez y naturaleza dirigida a Dios.

La edición norteamericana fue premiada, y el libro fue años después el regalo personal que Fray Pedro entregó al papa Pío XI en audiencia junto a sus padres, por entonces embajador ante la Santa Sede. Pio XI dió con reiteración su opinión de la obra, Questo libro é bello, e buono; é bello e buono! coincidente con la de quienes hoy han estimulado su reedición.

Es probable que Fray Pedro conociese al escritor británico, converso al catolicismo, G. K. Chesterton. La sabia inocencia y jovial sencillez franciscana las comparten plenamente.

En sus Memorias, menciona con naturalidad que a Chesterton le encantaba una enorme boca abierta de Zuccari, que decoraba un portón lateral del “palazzo” que ocupaba la Legación chilena en Roma.

Más tarde, durante su permanencia en Quarr, trabó estrecha amistad con la familia Ward, activos católicos que alentaron la publicación de su serie de la vida de San Francisco y entre quienes se encontraba Maisie Ward quien publicaría, en 1944, una destacada biografía de Chesterton.

Sus años en Quarr transcurrieron afiatando su profunda sensibilidad espiritual y artística, que él supo unir en plena armonía.

Para él, la belleza es un don particular de Dios; el olvido de éste, y la irrupción y el exceso de teorías, de “ismos”, pareciera que han alejado al hombre contemporáneo de la belleza, y escribe… ”lo que ahora nos falta no son técnicas ni teorías de arte. Lo que falta es que la Suma Belleza nos muestre de nuevo su Faz, como lo hacía con los antiguos, y nos enseñe de nuevo a producir, también nosotros, belleza a imagen y semejanza de Dios”.

En 1930, la muerte de su madre en Europa permite que acompañe de regreso a Chile a su afectado y envejecido padre.

En Chile, Fray Pedro capta el interés que el carisma benedictino ha generado, no sin su propia responsabilidad, recordemos que fue un conocido artista y su particular ingreso a la orden monástica debió ser muy comentada en la sociedad chilena.

Dicta conferencias de espiritualidad benedictina que lo llevan de regreso a Quarr con la convicción de que su antiguo anhelo, el de fundar en Chile un monasterio, comienza a encontrar su oportunidad.

Con la ayuda de su hermano Juan, sacerdote y Rector del Seminario, poco después Obispo de Linares y Arzobispo de La Serena, de amigos, benefactores y de, sin duda, tantas oraciones y esfuerzos anónimos se funda, en 1938, el Monasterio Benedictino de la Santísima Trinidad de las Condes, mediante la llegada a Chile de un pequeño grupo de monjes franceses de Solesmes.

Residen inicialmente en la Chacra de lo Fontecilla, mientras se construye el Monasterio en Las Condes, hoy la capilla del Hospital de la FACH.

Disuelta esa comunidad luego de diez años, en 1949 fue reemplazada por benedictinos alemanes de la Abadía de Beuron, que más tarde se trasladaron, en 1956, donde hoy residen, al cerro los Piques del sector los Dominicos, destacada obra del monje arquitecto e historiador P. Gabriel Guarda, o.s.b.

Fray Pedro residirá en Chile desde los años 40 y hasta su muerte, en 1956, compartiendo y organizando como monje los afanes del nuevo establecimiento.

Como artista su trabajo siguió alternando temas patrióticos y religiosos. En Historia sus temas se centraron principalmente en la Independencia y la conquista, pero priman en sus últimos años sus trabajos religiosos como los mencionados de las Iglesias de El Golf y El Bosque.

Su influencia espiritual sobre la intelectualidad católica chilena fue amplia y sigue rindiendo frutos; su amistad con el historiador católico Jaime Eyzaguirre fue trascendente, e incidió en las vocaciones, entre otros, de dos monjes benedictinos chilenos e historiadores, el P. Gabriel Guarda y el P. Mauro Matthei.

En el cerro los Piques, en la precordillera de los Andes una simple piedra, lleva inscrita la leyenda Pedro Subercaseaux, OSB, junto a otras, que no llegan a la docena, y bajo las cuales se encuentran los respectivos restos de los monjes que ya han partido del mismo Monasterio Benedictino de la Santísima Trinidad de Las Condes. Los acompañan las oraciones y cánticos que, durante siglos y por todo el mundo, vienen elevando los herederos del patrón de Europa.

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Gonzalo Larios Mengotti



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