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La importancia del entorno en el arte, de la obra la Filosofía del Arte
por
Hipólito Adolfo Taine
La obra de arte no se produce aisladamente y , por lo tanto, es preciso buscar el conjunto, la totalidad de que depende y que, al propio tiempo, la explica.
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Este primer paso no es dificil. Bien a las claras se ve que una obra de arte- cuadro, tragedia, estatua- pertenece a un conjunto, a un todo, que es la obra total de su autor. Esto es una consideración elemental.
Todos sabemos que las diversas obras de un artista tienen entre si cierto parentesco, como hijas del mismo padre; es decir, que hay en ellas muchas semejanzas fáciles de advertir.
Ya sabéis que cada artista emplea su estilo propio, un estilo que se muestra en todas sus obras. Si se trata de un pintor, tiene determinado colorido, rico o apagado; sus tipos predilectos, nobles o vulgares; sus actitudes, su modo especial de componer y aun los mismos procedimientos de ejecución; su empaste, su modelado, sus colores, su manera, en una palabra.
Si es un escritor, advertimos que tiene sus perso najes, violentos o apacibles; sus intrigas, sencillas o complicadas; sus desenlaces, trágicos o cómicos; sus efectos literarios, sus períodos y hasta un vocabulario propio.
Tan cierto es lo que decimos, que si una persona entendida se encuentra ante una obra sin firma de algún ar tista eminente, puede reconocer quién es su autor casi sin temor a equivocarse. Si tiene más práctica, unida a un delicado tacto, dirá a qué época del artista, a qué período de su formación pertenece la obra de arte que se halla ante su vista.
Este es el primer conjunto, la primera totalidad a que debe refe rirse la obra de arte. Ahora nos ocuparemos del segundo.
El propio artista, juntamente con la obra total que ha producido, no se halla aislado. Hay un conjunto, más amplio, en el cual queda comprendido: me refiero a la escuela o grupo de artistas del tiempo y del país a que dicho autor pertenece.
Así, podemos observar en tomo de Shakespeare- que a la primera ojeada parece un astro radiante caído milagrosamente en la tierra, un aerolito mensajero de otros mun dos- todo un grupo numeroso de dramaturgos extraordinarios: Webster, Ford, Massinger, Marlowe, Ben Jonson, Flechter y Beaumont escribieron en el mismo estilo y con el mismo espíritu que Shakespeare. Su teatro presenta las mismas características que el de este autor.
Encontraréis en él los mismos personajes violentos y terribles, idénticos desenlaces inesperados y sangrientos; las mismas pasiones súbitas desenfrenadas; el mismo estilo desordenado, extraordinario, excesivo espléndido; el mismo sentimiento exquisito y poético del campo y del paisaje; los mismos tipos delicados de mujeres proifindamente enamoradas.
De análoga manera, Rubens parece un ser único, sin precursores ni sucesores.
Pero, yendo a Bélgica, basta visitar las iglesias de Gante, de Bruselas, de Brujas o de Amberes para encontrar un grupo numero so de pintores cuyo talento es muy semejante al de Rubens. Crayer, en primer término, que en su tiempo fue considerado como su rival; Adam Van Noot, Gerardo Zeghers, Rombouts, Abraham Jansens, Van Roose, Van Thulden, Juan Van Oost y otros más conocidos, Jordaens y Van Dyck, los cuales concibieron la pintura con un mismo espíritu y que, a pesar de notables diferencias, conservan entre sí un aire de familia.
Lo mismo que Rubens, se han complacido pintando la carne sana y en flor, el rico estremecimiento palpitante de la vida, la pulpa rosada y sensible que se muestra con incomparable opulencia en la envoltura del ser animado; los tipos reales y los de brutal expresión, en muchas ocasiones, el empuje y el abandono del movimiento en toda su libertad; las espléndidas telas brillantes y recamadas; los reflejos de la púrpura y de la seda; el derroche de paños violentamente agitados o retorcidos.
Actualmente todo este grupo de pintores queda obscurecido por la gloria de Rubens; pero para comprender a éste profundamente hemos de abarcar con nuestra mirada todo el haz de pintores entre los cuales sobresale como un tallo más alto: esta familia de artistas, de la cual es el más ilustre representante.
Hemos dado un segundo paso, pero nos falta el tercero. Esta familia de artistas está comprendida en un conjunto más vasto: en el medio que le rodea y cuyos gustos comparte.
Porque hemos de consi derar que el estado de las costumbres y el estado de espíritu es el mis mo para el público y para los creadores del arte, puesto que éstos no son hombres aislados.
Llega hasta nosotros su voz solitaria a través de la distancia de los siglos; pero junto a esta sonora voz vibrante, que hiere nuestros oídos, percibimos sordo murmullo, vago rumor, la voz inmensa, infinita y múltiple de todo un pueblo que entonaba con los artistas un canto unísono.
Sólo esta armonía les ha hecho grandes, y no podía ser de otra suerte. Fidias, Ictino, los hombres que hicieron el Partenón y el Júpiter Olímpico, habían de ser, como los demás atenienses, ciudadanos libres, paganos, educados en la palestra, acostumbrados a luchar y a ejercitarse desnudos, habituados a deliberar y a votar en la plaza pública; con las mismas costumbres, los mismos inte reses, las mismas ideas, las mismas creencias; hombres de la misma raza, de la misma educación, de la misma lengua, de tal suerte que, en todos los puntos más importantes de la vida, eran semejantes a sus espectadores.
Esta compenetración se hace más palpable si consideramos tiem pos más cercanos; por ejemplo, la época española de mayor esplendor, que comprende desde el siglo XVI hasta mediar el XVII.
Este es el periodo de los grandes pintores: Velázquez, Murillo, Zurbarán, Francisco de Herrera, Alonso Cano, Morales; la época de los grandes poetas: Lope de Vega, Calderón, Cervantes, Tirso de Molina, Fray Luis de León, Guillén de Castro y tantos otros.
Ya sabéis que España durante este tiempo era monárquica y católica; que venció a los turcos en Lepanto; que desembarcaba en África, donde tenía posesiones; que combatió a los protestantes en Alemania, persiguiéndolos en Francia y atacándolos en Inglaterra; que convertía y sometía a los idólatras del nuevo mundo; que expulsaba de su seno judíos y moros; que fortalecía sus creencias contemplando autos de fe; que prodigaba las flotas, los ejércitos, el oro y la plata de América, la preciosa sangre de sus hijos- la sangre que hacía latir su corazón- en permanentes Cruzadas, tan numerosas y gigantescas, mantenidas con tal fanatismo y obstinación, que al cabo de siglo y medio cayó exánime a los pies de Europa; pero con tal entusiasmo, con tan glorioso resplandor, con tan fervoroso anhelo nacional, que los súbditos españoles, devotos de la Monarquía, en la que toda su fuerza quedaba representada, y leales a la causa a que consagraron sus vidas, no tenían otro anhelo que exaltar la religión y la realeza, formando en torno del trono y del altar un coro de fieles, de combatientes y de adoradores.
En esta monarquía de inquisidores y de cruzados, donde aún alientan los esforzados sentimientos caballerescos, las sombrías pasiones, la ferocidad, la intolerancia y el misticismo de la Edad Media, los artistas más sublimes son aquellos hombres que han poseído en más alto grado las facultades, los sentimientos y las pasiones del público que les rodeaba. Los poetas más célebres, Lope de Vega y Calderón, han sido soldados aventureros, voluntarios de la Armada, duelistas y enamorados, tan místicos en su amor como los poetas y los Quijotes en los tiempos feudales; católicos exaltados hasta un grado tal, que uno de ellos, al fin de su vida, se convierte en familiar de la Inquisición, otros se consagran al estado eclesiástico; y el más ilustre de todos, Lo pe de Vega, celebrando una misa se desmaya al considerar la pasión y martirio de Jesucristo.
En todas partes hallaríamos ejemplos semejantes de la armónica alianza que se establece entre el artista y sus contemporáneos. De ma nera que puede asegurarse que, si queremos entender profundamente su talento y sus predilecciones, los motivos que le impulsaron a escoger determinado género pictórico o literario, la preferencia por este tipo o aquel colorido, la tendencia a representar determinadas pasiones, hemos de hallar la clave en el ambiente general, en el tono de las costumbres y del espíritu público.
Llegamos, pues, a establecer la siguiente regla: para comprender una obra de arte, un artista, un grupo de artistas, es preciso representarse, con la mayor exactitud posible, el estado de las costumbres y el estado de espíritu del país y del momento, en que el artista produce sus obras. Esta es la última explicación; en ella radica la causa inicial que determina todas las demás condiciones.
Verdad es esta, señores, que confirma la experiencia, porque recorriendo las principales épocas de la historia del arte podemos observar que las artes nacían o morían al mismo tiempo que aparecían o desaparecían ciertos estados de espíritu y de costumbres, con los cuales el arte estaba íntimamente ligado.
La tragedia griega, por ejemplo la de Esquilo, Sófocles y Eurípides, aparece en el momento de la victoria de los griegos sobre los per sas, en la época heroica de las pequeñas ciudades republicanas, en el tiempo del supremo esfuerzo que les hace conquistar su independencia y un puesto preeminente en el universo civilizado.
Y vemos desapare cer la tragedia al mismo tiempo que la independencia y el heroísmo, cuando los caracteres se rebajan y la conquista macedónica entrega Grecia a los extranjeros.
Lo mismo sucede con la arquitectura gótica, que se desarrolla con el definitivo establecimiento del régimen feudal, en aquella especie de semirrenacimiento del siglo XE, cuando la sociedad, libre de las invasiones de los normandos y a salvo del bandidaje, comienza a organi zarse; y la vemos desaparecer al mismo tiempo que se desmorona el régimen militar de la nobleza independiente, junto con las costumbres propias de esta organización, que se deshacen con el advenimiento de las monarquías absolutas en el siglo XV.
De análoga manera, la pintura holandesa- que florece en el mo mento glorioso en que Holanda, por un esfuerzo de perseverancia y de valor, logra libertarse de la dominación española, lucha contra Inglate rra de igual a igual y se convierte en el país más rico, más libre, más industrioso y más próspero de toda Europa- decae luego, al comenzar el siglo XVIII, cuando Holanda, que ocupaba el primer puesto, deja que Inglaterra se lo arrebate y queda reducida a no ser mas que una casa de banca y de comercio bien montada, bien administrada, tran quila, donde los hombres pueden vivir cómodamente como reposados burgueses, país donde no existen ni las grandes emociones ni las am biciones desmesuradas.
También la tragedia en Francia aparece en el momento en que la Monarquía noble y regular establece, en el reinado de Luis XEV, el imperio de las buenas maneras, la vida de corte, la bella representación, la elegante domesticidad aristocrática, y desaparece cuando la sociedad nobiliaria y las costumbres de las antecámaras son abolidas por la Revolución.
Desearía mostraros, con una comparación, la influencia del esta do de las costumbres y del estado del espíritu sobre las bellas artes. Si, partiendo de un país meridional os encamináis hacia el norte, adverti réis que entrando en determinada zona se ve comenzar una especie particular de cultivos y que aparecen nuevas plantas: primero encon traréis el áloe y el naranjo; un poco después, el olivo y la viña; más lejos, el roble y la avena; luego, el abeto, y, por fin, los musgos y los líquenes.
Cada zona tiene su cultivo propio y su especial vegetación; ambos comienzan donde la zona da principio y terminan con ella, estándole completamente subordinados.
Esa zona es la condición esen cial de la vida de esas plantas, y según que exista o no exista, las plantas aparecen o desaparecen.
Pero ¿qué es la zona sino cierta tem peratura, tal grado de calor y de humedad, en una palabra, cierto número de circunstancias ambientes, análogas en su género a lo que llamábamos hace poco el estado general de espíritu y de las costumbres?
De igual manera que la temperatura fisica, con sus variaciones, determina la aparición de tales o cuales plantas, existe una especie de temperatura, de clima moral, que con sus variaciones determina la aparición de ciertas manifestaciones artísticas.
Y así como se estudia la temperatura fisica para comprender la aparición de tal o cual especie de plantas, el maíz o la avena, el áloe o el abeto, se debe estudiar la temperatura moral para comprender el por qué de la aparición de cualquier especie de arte, la escultura pagana o la pintura realista, la arquitectura gótica o la literatura clásica, la música voluptuosa o la poesía idealista. Las producciones del espíritu humano, como las de la Naturaleza, sólo pueden explicarse por el medio que las produce.
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Hipólito Adolfo Taine
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