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Educar para lograr una sociedad católica.
El Magisterio pontificio y conciliar nos ilumina sobre como hacerlo
No es la sociedad en la que nos hallamos
inmersos el mejor contexto para una educación íntegramente
católica.
Según la Congregación para la Educación Católica, -en
documento fechado el 28 de diciembre de 1997- "en los
umbrales del tercer milenio la educación y la escuela católicas
se encuentran ante desafíos nuevos lanzados por los contextos
socio-cultural, y político. Se trata en especial de la crisis de
valores, que sobre todo en las sociedades ricas y desarrolladas,
asume las formas, frecuentemente propaladas por los medios de
comunicación social, de difuso subjetivismo, de relativismo
moral y de nihilismo. El profundo pluralismo que impregna la
conciencia social, da lugar a diversos comportamientos, en
algunos casos tan antitéticos como para minar cualquier
identidad comunitaria. Los rápidos cambios estructurales, las
profundas innovaciones técnicas y la globalización de la
economía repercuten en la vida del hombre de cualquier parte de
la tierra. Contrariamente, pues, a las perspectivas de desarrollo
para todos, se asiste a la acentuación de la diferencia entre
pueblos ricos y pueblos pobres, y a masivas oleadas migratorias
de los países subdesarrollados hacia los desarrollados. Los
fenómenos de la multiculturalidad, y de una sociedad que cada
vez es más plurirracial, pluriétnica y plurirreligiosa, traen
consigo enriquecimiento, pero también nuevos problemas. A esto
se añade, en los países de antigua evangelización, una
creciente marginación de la fe cristiana como referencia y luz
para la comprensión verdadera y convencida de la
existencia".
"La escuela es, indudablemente, encrucijada sensible de
las problemáticas que agitan este inquieto tramo final del
milenio. La escuela católica, de este modo, se ve obligada a
relacionarse con adolescentes y jóvenes que viven las
dificultades de los tiempos actuales. Se encuentra con alumnos
que rehuyen el esfuerzo, incapaces de sacrificio e inconstantes y
carentes, comenzando a menudo por aquellos familiares, de modelos
válidos a los que referirse. Hay casos, cada vez más
frecuentes, en los que no sólo son indiferentes o no
practicantes, sino faltos de la más mínima formación religiosa
o moral. A esto se añade en muchos alumnos y en las familias, un
sentimiento de apatía por la formación ética y religiosa, por
lo que al fin aquello que interesa y se exige a la escuela
católica es sólo un diploma o a lo más una instrucción de
alto nivel y capacitación profesional. El clima descrito produce
un cierto cansancio pedagógico, que se suma a la creciente
dificultad, en el contexto actual, para hacer compatible ser
profesor con ser educador".
"Entre las dificultades hay que contar también las
situaciones de orden político, social y cultural que impiden o
dificultan la asistencia a la escuela católica. El drama de la
extrema pobreza y del hambre extendido por el mundo, los
conflictos y guerras civiles, el degrado urbano, la difusión de
la criminalidad en las grandes áreas metropolitanas de tanta
ciudades, no permiten la total realización de proyectos
formativos y educativos. En algunas partes del mundo son los
propios gobiernos los que obstaculizan, cuando no impiden de
hecho, la acción de la escuela católica, a pesar del progreso
de ideas y prácticas democráticas, y de una mayor
sensibilización por los derechos humanos. Otras dificultades
provienen de problemas económicos. Tal situación repercute
especialmente sobre la escuela católica en aquellos países que
no tienen prevista ninguna ayuda gubernativa para las escuelas no
estatales. Esto hace que la carga económica de las familias que
no eligen la escuela estatal, sea casi insostenible, y compromete
seriamente la misma supervivencia de las escuelas. Además, las
dificultades económicas, a más de incidir sobre la
contratación y sobre la continuidad de la presencia de los
educadores, pueden hacer que los que no tienen medios económicos
suficientes, no puedan frecuentar la escuela católica,
provocando, de este modo, una selección de alumnos, que hace
perder a la escuela católica una de sus características
fundamentales, la de ser una escuela para todos".
Ciertamente, la familia, en primer lugar, y de manera subsidiaria
la escuela (el colegio, la academia, el centro de formación
profesional, el instituto y la Universidad) tienen y deben tener
el protagonismo en la educación de las personas. Pero a nadie se
le escapa la enorme influencia que en este sentido ejercen sobre
todos los ciudadanos, y aun sobre las escuelas y las familias,
los poderes mediáticos, políticos y económicos que hoy rigen
la sociedad civil.
Sociedad civil que, por otro lado, tiene también una
responsabilidad propia en la labor educativa. "El deber
de la educación, que compete en primer lugar a la familia,
requiere la colaboración de toda la sociedad. Además, pues, de
los derechos de los padres y de aquellos a quienes éstos les
confían una parte de la educación, ciertas obligaciones y
derechos corresponden también a la sociedad civil, en cuanto a
ella compete el ordenar cuanto se requiere para el bien común
temporal"(1)
Por otra parte, al hablar de educación católica, no hemos de
olvidar que sólo a la Iglesia Católica confió Dios mismo la
custodia del depósito de la fe.
Sólo a ella otorgó el Señor el carisma de la infalibilidad
cuando, bajo ciertas condiciones, enseña las verdades que
debemos creer y las normas morales que debemos practicar.
Por eso, la Iglesia es "maestra y guía de las demás
sociedades"(2): de la sociedad doméstica, de la
comunidad escolar, del Estado, etc.
Partiendo de estas premisas, y teniendo en cuenta que el ambiente
social y la situación jurídica, política y económica influyen
de manera decisiva en la formación integral de las personas, no
cabe duda que no basta con reivindicar la identidad católica de
las escuelas o de las familias, sino que es necesario, para
preservar y promover una educación cristiana segura y estable,
aspirar también a "establecer rectamente todo el orden
temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo, de tal forma que
se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana"(3).
"Es preciso que los seglares acepten como obligación
propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y
de forma concreta en dicho orden, dirigidos por la luz del
Evangelio y la mente de la Iglesia"(4), entendiendo por
orden temporal aquel constituido por "bienes de la vida
y de la familia, la cultura, la economía, las artes y las
profesiones, las instituciones de la comunidad política, las
relaciones internacionales y otras realidades semejantes"(5).
Es "deber y carga de los seglares" católicos
"llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las
costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que
cada uno vive"(6).
Es necesario instaurar una sociedad civil católica. Católica,
no sólo desde un punto de vista meramente estadístico o
sociológico, sino desde un punto de vista global, político,
económico, institucional.
Una sociedad civil que cumpla su deber moral para con la
religión y para con la Iglesia Católica.
Es decir, una sociedad civil que profese socialmente la religión
católica, dando culto al único Dios verdadero, ya que "el
deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre
individual y socialmente considerado". Esa es "la
doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los
hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y
la única Iglesia de Cristo"(7) (DH 1), que de manera
explícita "deja íntegra" el Concilio
Vaticano II.
Una sociedad civil que informe su actividad social y su
legislación con los principios morales de la religión, "a
fin de que las reglas jurídicas de la ciudad terrena manifiesten
y expresen plenamente la ley de la sabiduría divina, inscrita en
el corazón de los hombres"(8) , "para que las
leyes expresen siempre los principios y los valores morales que
sean conformes con una sana antropología y que tengan presente
el bien común"(9).
Una sociedad civil cuyas instituciones y autoridades asuman la
interpretación católica de la vida, pues, "toda
institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión
del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de
juicio, su jerarquía de valores, su línea de conducta. La
mayoría de las sociedades han configurado sus instituciones
conforme a una cierta preeminencia del hombre sobre las cosas.
Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente
en Dios, Creador y Redentor, el origen y el destino del hombre.
La Iglesia invita a las autoridades civiles a juzgar y decidir a
la luz de la Verdad sobre Dios y sobre el hombre:
"Las sociedades que ignoran esta inspiración o la rechazan
en nombre de su independencia respecto a Dios se ven obligadas a
buscar en sí mismas o a tomar de una ideología sus referencias
y finalidades; y, al no admitir un criterio objetivo del bien y
del mal, ejercen sobre el hombre y sobre su destino, un poder
totalitario, declarado o velado, como lo muestra la
historia>> (cf CA 45; 46)"(10).
Una sociedad civil, por último, que defienda el patrimonio
religioso del pueblo contra todo ataque de quienes pretendan
arrancarle el tesoro de su fe, su paz y su unidad religiosa.
Esa, y no otra, es la nueva sociedad que los cristianos debemos
construir, y para la cual debemos educar.
Y, al mismo tiempo, esa será la sociedad que mejor facilitará
la garantía de una educación católica íntegra, sólida y
permanente.
José María Permuy Rey
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Notas
1 Concilio Vaticano II.
Gravissimum educationis. § 3
2 Pío XI. Ubi arcano Dei. § 22
3 Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem. § 7
4 Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem. § 7
5 Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem. § 7
6 Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem. § 13
7 Catecismo de la Iglesia Católica. § 2105
8 Juan Pablo II al Congreso internacional de Derecho Canónico,
13 de octubre de 1980
9 Juan Pablo II , Exhortación Apostólica Ecclesia in America,
22 de enero de 1999, nº 19
10 Catecismo de la Iglesia Católica. § 2244.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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citando su origen.