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"La próxima cristiandad. El advenimiento del Cristianismo global".
Libro contrapunto del de Huntington "El enfrentamiento de las civilizaciones y el nuevo orden mundial".
Philip Jenkins es profesor de historia y
estudio de las religiones en la Penn State University de
University Park, en Pennsiylvania, y es considerado como una de
las voces más autorizadas en el campo sea de la historia, sea de
la sociología de las religiones en los Estados Unidos. Apreciado
por un cierto establishment de orientación liberal [progresista]
por sus tomas de posición contra regímenes autoritarios en
Iberoamérica y en Asia, Jenkins por otra parte se dio a conocer
por su franca puesta en discusión de mitos y de ideas
"políticamente correctas" valiosos al mismo
establishment, por ejemplo en tema de incidencia de la pedofilia
en las filas del clero católico, de nuevos movimientos
religiosos y de movimientos anti-sectas. Inmediatamente acogido
con gran interés, el nuevo estudio de Jenkins The Next
Christendom. The Coming of Global Christianity, "La
próxima cristiandad. El advenimiento del Cristianismo
global", está destinado a tener un papel central en el
debate sobre el presente y el futuro del Cristianismo. A pesar
-según mi opinión- de que no todas sus apreciaciones se puedan
compartir, y a veces las opiniones políticas del autor
condicionen sus análisis, el estudio está destinado a hacer
época porque vuelve a poner al centro de la reflexión
histórica y sociológica el concepto de "cristiandad",
christendom, en cuanto distinto de "Cristianismo",
christianity. De una parte, como anuncia la contraportada,
Jenkins se enfrenta una vez más a una idea común y
"políticamente correcta" demostrando su falsedad: "Los
comentadores occidentales han declarado recientemente que el
Cristianismo está en decadencia, o bien que debería modernizar
sus creencias para no correr el riesgo de ser abandonado
completamente. [...] "Es verdad exáctamente lo
contrario". De otra, la obra de Jenkins constituye
declaradamente el contrapunto y un comentario, desde el punto de
vista de la historia y de la sociología de las religiones, al
afamadísimo estudio de Samuel P. Huntington El
enfrentamiento de las civilizaciones y el nuevo orden mundial.
"La
revolución cristiana"
En el capítulo introductivo, La revolución cristiana (págs.
1-11), Jenkins arranca de una observación ya formulada por otros
comentadores de Huntington, pero va más allá de éstos últimos
en las consecuencias que saca. Es notorio que Huntington se
sirvió en su estudio de estadísticas sobre las religiones que
derivan de la World Christian Encyclopedia de David B.
Barret, un estudioso americano considerado como el más
autorizado experto mundial de estadística religiosa. No obstante
-por obvias razones cronológicas, y a pesar de que Barret ya
hubiera hecho circular boletines de actualización que alertaban
sobre el punto- Huntington se sirvió de la edición de 1982 de
la Encyclopedia que contenía datos actualizados a 1980, pero
también proyecciones al 2000 y al 2025. En base a estos datos,
Huntington pronosticaba "el adelanto" a escala mundial
del Islam sobre el Cristianismo para el 2025. Una segunda
edición de la obra de Barret ha sido publicada en el 2001. Los
datos han sido evidentemente actualizados, y hoy día Barret ya
no considera un adelanto del Islam sobre el Cristianismo, ni en
el 2025 ni en el 2050. Las razones de la revisión del cálculo
no se deben a la explosión de las denominaciones protestantes
pentecostales -que Barret ya había exáctamente pronosticado en
1981; hoy evalúa a los pentecostales en torno a los 500
millones-, sino en un acontecimiento que no había podido prever:
la caída del sistema imperial soviético en 1989. Esta caída ha
hecho aumentar -aunque de forma menos espectacular de lo que a
veces se piensa- el número de cristianos ortodoxos, y al mismo
tiempo ha abierto amplios campos de misión a las denominaciones
protestantes de matriz evangelical y pentecostal, además que a
la Iglesia católica, al menos en dos áreas geográficas.
Además, la caída del comunismo soviético determinó la caída
o la transformación de toda una serie de regímenes de matriz
marxista en África y en Asia, con la consecuencia que también
en estos países han desaparecido anteriores restricciones a la
actividad misionera y a la religión. El Islam, por lo tanto,
continúa su crecimiento, pero Barret ya no preve un adelanto
respecto al Cristianismo globalmente considerado, al menos
durante el siglo XXI; naturalmente, toda previsión que vaya más
allá de éste siglo está condicionada por un número tan amplio
de variables interdependientes que no se la puede considerar
significativa.
Jenkins va más allá del problema técnico de la utilización de
las estadísticas de Barrett por parte de Huntington para hacer
al politólogo de Harvard una crítica de fondo. Huntington,
según Jenkins, ha acertadamente puesto al centro de la
reflexión la noción de civilización. No obstante, seguía
siendo prisionero de un esquema corriente que vincula de forma
excesiva la historia y la cultura a la geografía, identificando
la civilización cristiana -o lo que de ella sobrevive- con la
civilización occidental. En realidad, según Jenkins, aplicando
la misma noción de civilización propuesta por Huntington se
debería insistir más sobre el hecho que dos civilizaciones
pueden coexistir en la misma área geográfica. Más que una
"civilización africana" en formación -de la que
Huntington se muestra por otra parte bastante incierto- Jenkins
ve en la África contemporánea la presencia conflictual de dos
civilizaciones: una civilización islámica africana, y una
civilización cristiana -o cristiandad- africana. De esta forma
existiría también una vigorosa cristiandad asiática, que
tendría sus centros en las Filipinas y en Corea del Sur, país
éste último donde "los cristianos representan una
sólida mayoría de los que declaran una adscripción
religiosa", inclusive, el actual primer ministro (pág.
71), de tal forma que adscribir Corea del Sur, como desearía
Huntington, a un área de civilización "sínica" o
"confuciana" no tendría mucho sentido. En realidad,
según Jenkins, se confunden a menudo "Cristianismo" y
"Cristiandad", que son en cambio nociones distintas. Se
puede concordar con Huntington, según el estudioso de
Pennsylvania, en la existencia -no obstante todo- de un
Cristianismo como fenómeno unitario, aún considerando las
peculiaridades del mundo ortodoxo -cuya incidencia estadística
en el conjunto del Cristianismo está destinada a hacerse menos
importante-, las fieras rivalidades entre denominaciones y
comunidades, y la existencia de vigorosas realidades que algunos
consideran cristianas y otros no, como los mormones. Son, en
cambio, un mito cultural -y el principal objetivo polémico del
libro de Jenkins- la existencia de una única cristiandad, que se
identificaría con la civilización romano-germánica europea,
posteriormente trasladada con éxito en las Américas y a otros
lugares. Ciertamente ésta es una cristiandad, y hasta hoy ha
tenido un papel central para definir al Cristianismo; pero esto
no excluye que hayan existido en el pasado -y que puedan existir
en el futuro- otras cristiandades, distintas de la occidental.
"Discípulos
de todas las naciones"
En el segundo capítulo, Discípulos de todas las naciones
(págs. 15-38), hace frente a lo que denomina "el mito
de la cristiandad occidental" (pág. 16). Que la
occidental sea la única cristiandad no es verdad, según el
estudioso americano, desde un punto de vista no sólo conceptual,
sino también histórico. Desde sus comienzos, el Cristianismo ha
generado una pluralidad de civilizaciones cristianas, pequeñas o
grandes, cada una con sus caracteres distintivos. Prescindiéndo
del caso evidente de la civilización cristiana bizantina
-distinta en todo caso de la occidental-, Jenkins habla de una
cristiandad armena, una alejandrina, una etíope y una siria,
cada una irreducible al modelo occidental. En el año 500 d.C.
había más cristianos en África y en Asia que en Europa; en el
año Mil estaban repartidos casi por igual (pág. 24). La
evolución de las estadísticas no depende de una pérdida de
vigor del Cristianismo, sino de la avanzada militar del Islam,
que por otra parte tardó muchos años en reducir a mínimos
términos las comunidades cristianas en las tierras que había
conquistado. Alrededor del año Mil "un campesino
sirio" y el "habitante de una ciudad de la
Mesopotamia" no eran cristianos menos
"típicos" de un "artesano francés"
(pág. 24). Naturalmente, este dato da la vuelta a algunos
estereotipos culturales en tema de relaciones entre Cristianismo
e Islam. "En años recientes -escribe Jenkins- un
poderoso movimiento social ha solicitado que Occidente, y en
particular las Iglesias cristianas, pida perdón por el
movimiento medieval de las Cruzadas. Según esta opinión, las
Cruzadas representaron una pura y simple agresión contra el
mundo musulmán. Evidente que nadie puede negar que las guerras
que se sucedieron conllevaran atrocidades. Tras el movimiento
para la petición de perdón, no obstante, está el supuesto que
las fronteras religiosas están, por así decirlo, esculpidas en
la piedra, y que los Estados de Oriente Medio hoy gobernados por
musulmanes hayan estado siempre infalíblemente destinados a ser
parte del mundo islámico. Mas hay argumentos asimismo buenos
para apoyar que Oriente Medio en el Medievo no era
inevitablemente musulmán de cuanto no lo fueran otras regiones
conquistadas por el Islam y posteriormente liberadas, como
España y Hungría. Curiosamente, los occidentales no piden a los
musulmanes de disculparse por las guerras de agresión que los
habían llevado a conquistar aquéllos territorios antes de las
Cruzadas. Los occidentales han olvidado las comunidades
cristianas, un tiempo grandes, del mundo oriental" (págs.
24-25). Además, según Jenkins, núcleos de cristiandad habían
comenzado a formarse entre 1500 y 1700 en zonas de particular
éxito misionero como el Reino del Congo, China y el área de
Japón alrededor de la ciudad de Nagasaki. Estos experimentos
acabaron antes de llegar a su maduración porque se trata, de
alguna forma, de cristiandades demasiado originales, tales que
suscitaron la reacción de la Iglesia Católica y, más tarde, de
las denominaciones protestantes, que imponen a los misioneros una
menor inculturación y una mayor occidentalización, a su vez mal
acogida por los fieles y por las autoridades políticas locales.
No obstante la proscripción del Cristianismo en el Imperio chino
en 1724, las semillas de una gran cristiandad china -según
Jenkins- han sido de todos modos sembradas, y podrían brotar
lozanas en el futuro.
"Misioneros y
profetas"
En el tercer capítulo, Misioneros y profetas (págs.
39-53), Jenkins arremete contra otro estereotipo, el relativo a
los misioneros occidentales, presentados por autores africanos y
asiáticos contemporáneos como "el brazo cínico de una
explotación violenta, racista y colonial" (pág. 40). "Muchos
occidentales -comenta el autor, que cita toda una serie de
novelas, de series de televisión, y de películas- simpatizan
con estas visiones, y consideran al Cristianismo misionero como
una suerte de lepra cultural" (pág.40). No cabe duda,
según Jenkins, que un cierto número de misioneros -en especial
en el siglo XIX- hayan hecho todo lo que estaba en sus manos para
ajustarse a este estereotipo, demostrando poquísima sensibilidad
hacia las culturas que los hospedaban. Ésta, no osbtante, es
sólo una pequeña parte de la historia de las misiones. Si las
misiones hubieran sido un apéndice del colonialismo, el final
del colonialismo hubiera determinado el final del Cristianismo. "Si
la fe hubiera sido una cuestión de reyes, mercaderes y
misioneros, habría durado precisamente todo el tiempo que el
orden político y comercial que la había hecho surgir, y habría
sido barrida por el cambio social" (pág. 43). Ha
ocurrido exáctamente lo contrario. El número de cristianos -no
todos "ortodoxos" según los parámetros occidentales,
como muestra el auge de las que Jenkins llama todavía
"Iglesias africanas independientes" y que los
especialistas del área prefieren llamar "Iglesias
comenzadas por africanos"- ha aumentado en proporción
geométrica tras el final del colonialismo. Se debe en gran parte
a acontecimientos recientes si hoy son cristianos el 75% de los
ugandeses y el 90% de los ciudadanos de Madagascar (cfr. pág.
44). Que se trate hoy como ayer- de conversiones serias y
meditadas está demostrado por el amplio número de cristianos
que, por su fe, arrostraron el martirio.
"Solos"
En el cuarto capítulo, Solos (págs. 55-78), Jenkins
estudia las Iglesias y comunidades "independientes",
esto es, las nuevas denominaciones y movimientos de origen
cristiano surgidas fuera de Europa y de Estados Unidos. Se trata
de un tema del que hay una enorme literatura de corte
sociológico; pero también aquí el autor tiene algo de original
que decir. Aunque el fenómeno de los nuevos movimientos -por lo
general caracterizados por una profunda atención a los milagros,
a las curaciones y a los exorcismos, y por formas teológicas a
menudo originales, al menos desde un punto de vista occidental-
no se deba subvalorar, existe según el estudioso americano el
riesgo de sobrevalorarlo. Los sociólogos de las religiones
prefieren ocuparse de fenómenos nuevos, y corren el riesgo de
dedicar una atención desproporcionada a los nuevos movimientos
de África y de Asia, obviando la expansión de las Iglesias y
comunidades de origen más antiguo. Por ejemplo, en
Iberoamérica, hay cincuenta millones de pentecostales y de
protestantes de tendencia evangélica -cifras más altas son,
según Jenkins, inexactas-; es comprensible que los sociólogos
relieven la novedad del fenómeno, pero se justifica menos que
los estudios escarseen sobre la evolución de los 420 millones de
iberoamericanos que siguen de alguna forma en contacto, más o
menos regular, con la Iglesia católica. En África hay 35
millones de miembros de comunidades y movimientos cristianos
"independientes"; aunque se trate de fenómenos
interesantes, éstos "[...] representan menos del 10% de
los cristianos africanos en su conjunto. Solamente los católicos
en África superan en número a los "independientes" en
una proporción tres a uno" (pág. 57). "Los
miembros de las Iglesias mayoritarias en África, católica y
protestante, protestan a menudo por la atención que los
académicos europeos y americanos dedican a las Iglesias
independientes. Es muy fácil encontrar estudios científicos
sobre las Iglesias independientes o proféticas que sobre las
congregaciones católicas o anglicanas que definen la vida
religiosa de centenares de millones de africanos. Por bien
intencionado que esté, este prejuicio es proclive a mostrar el
Cristianismo africano como mucho más exótico y sincretístico
de lo que en realidad es. Así, en Iberoamérica, estudios sobre
las congregaciones pentecostales están muy extendidos, pero
tenemos muy pocas descripciones de la vida diaria en una normal
parroquia católica. Para los académicos, como para los
periodistas, lo que es ordinario no es interesante" (págs.
57-58). El mismo prejuicio lleva a obviar nuevos movimientos que
se forman dentro de las Iglesias mayoritarias, como el grupo de
renovación carismático católico filipino El Shaddai, que
cuenta con más de siete millones de miembros en veinticinco
países y que, a pesar de ser a veces criticado por sus posturas
políticas y teológicas conservadoras, es más grande que muchas
comunidades protestantes independientes sobre las que hay una
amplia literatura. Finalmente, los grupos sobre los que
estudiosos y medios de comunicación internacionales prefieren
investigar correr el riesgo de ser los más controvertidos, como
la brasileña IURD, Iglesia Universal del Reino de Dios, una
denominación pentecostal a menudo criticada por su virulento
anti-catolicismo y por acusaciones dirigidas a la gestión
financiera de sus dirigentes.
"El auge del
nuevo Cristianismo"
En el quinto capítulo, El auge del nuevo Cristianismo
(págs. 79-105), una vez más en diálogo explícito o implícito
con Huntington, Jenkins -sin esconderse las dificultades de las
proyecciones estadísticas a medio y a largo plazo- cruza datos
sobre la demografía y sobre el crecimiento de las varias
adscripciones religiosas para esbozar escenários posibles para
el 2025 y para el 2050, un año, éste, en el que entre otras
cosas India debería superar a China como país más poblado del
mundo (cfr. pág. 84). Según estas proyecciones, en el 2025 en
un ideal G8 de los ocho países del mundo con el mayor número de
cristianos no estaría presente ningún país europeo excepto
Rusia: al lado de Estados Unidos de América, Méjico y Brasil
figurarían tres países africanos - Nigeria, Zaire y Etiopia - y
uno asiático, las Filipinas. Es verdad que la situación
política podría ralentizar el ritmo de crecimiento en Nigeria
-que, según las proyecciones actuales, se convertiría en el
quinto país del mundo por número de cristianos en el 2025-,
pero por otra parte un aflojamiento de la presión política
podría fácilmente sustituir en esta lista China a Rusia (cfr.
pág. 90). En el 2050, siempre según los ritmos de crecimiento
actuales, también un país relativamente pequeño como Uganda
podría tener alrededor de cincuenta millones de cristianos
practicantes, más que cualquier país europeo distinto de Rusia
(cfr. pág. 91). Jenkins se mueve aquí sobre un terreno objeto
de importantes controversias entre los sociólogos de las
religiones, que no se refiere tanto a las proyecciones
estadísticas relativas a África y a Asia -más o menos
generalmente compartidas-, sino a Europa y a Estados Unidos. El
énfasis de Jenkins acerca de las nuevas cristiandades asiáticas
y africanas lo lleva, según mi parecer, a sobrevalorar los datos
relativos al proceso de secularización y de descristianización
de Europa Occidental, excluyendo inversiones de tendencia que se
presentan como posibles. Particularmente poco aceptable es un
comentario sobre Italia, de la cual afirma: "Según las
estadísticas de la Iglesia, el 97% de los italianos consta como
católico [...]. No obstante, la práctica religiosa en Italia
apareció muy declinante en los últimos años, y una estimación
más razonable de las creencias y de las lealtades sugeriría una
población católica activa estimada en un décimo de este
nivel" (pág. 95). Ahora bien, por lo que se refiere al
"97%" de "católicos", se trata de una cifra
relativa a los bautizados; si por "estadísticas de la
Iglesia" se entienden los estudios patrocinados por la
Conferencia Episcopal Italiana, éstos evidentemente distinguen
entre bautizados y practicantes, normalmente evaluados entre el
35 y el 38% de la población italiana. Éste el número de los
"católicos" italianos normalmente utilizado como punto
de referencia en los estudios de carácter sociológico; el dato
de los bautizados -aunque no sea irrelevante- es bastante menos
indicativo. De la misma manera, que la "población católica
activa" en Italia corresponda a un décimo de los
bautizados, esto es, al 9,7% de los italianos, no es seriamente
hipotizable y no se entiende de dónde Jenkins saque su
estimación. A pie de página se cita un excelente estudio de la
socióloga inglesa Grace Davie sobre la religión en Europa, que
no presenta sobre Italia ningún o estimación de este tipo.
Mientras es ciertamente difícil medir "las creencias y las
lealtades", la participación mensual a la Santa Misa ha
sido medida reiteradamente en los años 1998-2000 y siempre
evaluada por encima del 35%. El número de católicos
practicantes en Italia a partir de la segunda mitad de la década
de los 90 aparece en aumento, y crece sobre todo entre los
menores de 29 años, hecho que confirma la existencia de una
inversión de tendencia. Es posible que en otros países europeos
donde la crisis de la práctica religiosa es más radical -por
ejemplo en Francia-, las cosas se presenten de otra manera,
aunque los datos parecen menos evidentes y homogéneos; no
obstante, Jenkins obvia por completo las posibilidades de
crecimiento en Europa de los mismos movimientos evangélicos y
pentecostales de los que evidencia acertadamente su éxito en
Estados Unidos y en Iberoamérica. Finalmente, también en Europa
se verifica el fenómeno que Jenkins pone en evidencia en los
Estados Unidos, esto es, la presencia más que abundante de
inmigrantes africanos y asiáticos cristianos; por no decir nada
de los inmigrantes iberoamericanos, a su vez naturalmente casi
todos cristianos. Jenkins polemiza justamente contra una
imaginación popular que traduce sin mediaciones la complejidad
etnica de los Estados Unidos en complejidad religiosa. Se lee a
menudo, por ejemplo, que una ciudad americana a la que han
inmigrado muchos chinos, vietnamitas y coreanos se ha convertido
en "multireligiosa" por mor de la presencia de
budistas, taoístas y confucianos. Efectivamente, si en estas
ciudades surgen templos exóticos de estas religiones, sigue
siendo verdad empero que la gran mayoría de los emigrados de
esos países sigue siendo cristiana: entre los coreanos emigrados
a los Estados Unidos, por ejemplo, "[...] hay más
cristianos que budistas [según los Estados americanos] en una
proporción que va de diez a veinte a uno" (pág. 103).
También entre los árabes-americanos, una buena mitad está
formada no por musulmanes, sino por cristianos (cfr. pág.
105). "Proyecciones irrealísticamente altas del número
de musulmanes o budistas en los Estados Unidos" (pág.
104) están frecuentemente inducidas por razones políticas y "se
transforman en armas importantes en los debates sobre la
separación de la Iglesia y el Estado" (pág. 105). Los
que son contrarios a las oraciones en las escuelas públicas
americanas, o a la presencia de símbolos religiosos cristianos
en las instituciones políticas americanas tienen mucho interés
en aumentar el número de los no cristianos presentes sobre el
territorio: por ejemplo, los frecuentemente citados ocho millones
de musulmanes americanos según Jenkins serían en realidad poco
más de cuatro (cfr. pág. 105). Contar a los pertenecientes a
religiones no cristianas teniendo como base el país de
emigración e imaginando con simplismo que la proporción entre
cristianos y no cristianos se reproduzca de la misma manera en
los Estados Unidos es un error, porque los cristianos -a menudo
perseguidos en los países de origen- emigran más frecuentemente
que los no cristianos, y también porque los emigrados son
inmediante objetos de las atenciones misioneras, sobre todo, del
protestantismo evangélico y conservador, y muchos acaban
convirtiéndose. También -quizás- sin las mismas proporciones
que en Estados Unidos, consideraciones similares podrían valer
en algunos países de Europa occidental; como mínimo, estudios
ulteriores merecerían ser emprendidos.
"Conformándose",
"Coming to Terms"
El sexto capítulo, Conformándose - Coming to Terms -
(págs. 107-139), destinado con toda seguridad a suscitar
discusiones, examina las especificidades desde el punto de vista
teológico, doctrinal y litúrgico de las nuevas cristianidades
que asoman en Iberoamérica, en África y en Asia, y que podrían
-según la opinión del estudioso americano- evolucionar mediante
sus frecuentes intercambios en una única "cristiandad
meridional" o "del Sur del mundo" durante el siglo
XXI. De hecho estas nuevas cristiandades son a veces acusadas de
no ser realmente cristianas, y representar sencillamente formas
sincretísticas donde un barniz cristiano se superpone a una base
definida como "pagana" o "animista".
Curiosamente, estas acusaciones raramente son formuladas en
Occidente por cristianos conservadores que se posicionan como
custodios de la ortodoxia. Se trata con mayor frecuencia de
exponentes "progresistas" que ponen en tela de juicio
el carácter cristiano de las nuevas formas procedentes sobre
todo de África y de Asia. El enfrentamiento se hizo evidente en
la Conferencia de Lambeth -la reunión de los obispos anglicanos
de todo el mundo- de 1998, donde el voto de los prelados
asiáticos y africanos ha sido decisivo para impedir la
aprobación de una moción que habría declarado superada la
tradicional enseñanza crítica para con la práctica homosexual.
Uno de los más afamados obispos anglicanos liberal de Estados
Unidos, el obispo de Newark John Spong, declaraba al finalizar la
Conferencia que los obispos africanos han "[...] salido
del animismo para entrar en una forma de Cristianismo más bien
supersticioso" (pág. 121), y que "jamás
hubiera imaginado ver a la Comunión Anglicana, que se ufana del
papel que atribuye a la razón en la fe, bajar a un nivel de
histeria irracional pentecostal" (ibidem). La
cuestión, naturalmente, es mucho más delicada, y retoma
polémicas comenzadas en las postrimerías del siglo XVI en
materia de inculturación del Cristianismo en China y en Japón.
Por lo general, las nuevas cristiandades africanas y asiáticas
están caracterizadas por el papel central de las profecías, las
curaciones, los exorcismos, la lucha contra el demonio, los
fenómenos milagrosos, que en la Iglesia católica asumen la
forma de nuevas apariciones marianas o de un intenso movimiento
devocional hacia las apariciones antiguas, como la de Guadalupe.
Hay una también una fuerte preocupación por la brujería, que
muchos cristianos africanos no consideran como residuo
supersticioso, sino como manifestación muy real del poder
diabólico. Jenkins se da cuenta del hecho que un cierto número
de creencias y de prácticas no podrán ser jamás aceptadas por
las Iglesias y por las comunidades cristianas mayoritarias. Si
acaso algunas hipótesis suyas aparecen atrevidas e
irrealisticas: por ejemplo, es posible que el gran movimiento de
entusiasmo y devoción mariana en el Tercer Mundo conduzca, como
preve el estudioso americano, a un relance de las solicitudes de
nuevas definiciones dogmáticas por parte de la Iglesia católica
sobre el papel de María como mediadora universal y corredentora;
considerar, empero, que estas definiciones puedan elevar a la
Virgen a un papel "comparable al del mismo Jesús, casi
un cuarto miembro de la Trinidad" (pág. 118) parece
francamente exagerado hasta el punto de ser casi esperpéntico, y
traiciona una insuficiente familiaridad con la naturaleza
profunda del catolicismo. Más compartible -aunque menos
original- parece la observación según la cual las nuevas
cristiandades de África y de Asia vuelven a descubrir al Antiguo
Testamento, y se defienden de las acusaciones occidentales
subrayando la raigambre bíblica de prácticas que, si acaso,
Occidente ha olvidado com mucha rapidez.
"Dios y el
mundo"
El séptimo capítulo, Dios y el mundo (págs. 141-162),
contesta a la objeción según la cual una civilización, luego
una cristiandad, no podría ser una realidad puramente religiosa
y cultural sino que también debería tener una proyección
política. Según Jenkin las cosas están efectivamente así: de
hecho las nuevas cristiandades de Iberoamérica, de África y de
Asia se dotaron hace tiempo de instrumentos políticos y de un
visión del mundo que no aceptan necesariamente las ideas
occidentales sobre la separación entre la Iglesia y el Estado.
El papel político de figuras como el arzobispo anglicano Desmond
Tutu en Suráfrica, o el cardenal Jaime Sin en las Filipinas es
citado como ejemplo evidente de estos desarrollos. En el
capítulo se manifiestan también las ideas políticas de
Jenkins, que nos ofrece un retrato más bien conformista de la
política de los eclesiásticos del Tercer Mundo, donde los
"buenos" son los prelados posicionados "en la
izquierda" como el cardenal brasileño Paulo Evaristo Arns o
el obispo, también brasileño, Helder Câmara (1909-1999) -
incluso el sacerdote guerrillero Camilo Torres (1929-1966) se
merece cierta tolerancia por haber buscado "el bien de
los pobres" (pág. 146) -, mientras "los
malos" son los obispos que apoyan gobiernos conservadores
filo-americanos, como el cardenal peruano Juan Luis Cipriani, "miembro
de la organización ultraconservadora Opus Dei (ibidem).
Prescindiendo de las preferencias políticas de cada cual, un
análisis en otros momentos refinado se torna aquí bastante
decepcionante, y entroncado a los lugares comunes criticados. Por
otra parte, en la parte final del capítulo, Jenkins admite que
las expresiones políticas de las nuevas cristiandades son hoy
más complicadas de lo que fueron en las décadas de los setenta
y los ochenta; varios países de África, de Asia y de
Iberoamérica tienen líderes políticos cristianos de tipo
populista-conservador, que no pueden ser simplisticamente
reducidos al estereotipo del hombre político de derechas apoyado
por los Estados Unidos, popular en la época de la Guerra Fría.
Jenkins, además, defiende el derecho de exponentes de Iglesias y
denominaciones teológicamente conservadoras de participar en la
vida política sin ser discriminados a causa de su supuesta "ignorancia
reaccionaria" (pág. 162), y considera una forma de
discriminación religiosa odiosa la tentativa de impedir al
actual ministro de la Justicia de los Estados Unidos, John
Ashcroft, de conseguir su actual cargo utilizando como argumento
contra él el hecho que se trata de un feligrés de las Asambleas
de Dios, la más grande denominación pentecostal mundial,
conocida entre otras cosas por sus ideas conservadoras en el
campo de la moral sexual (cfr. ibidem).
"La próxima
cruzada"
En capítulo octavo (págs. 163-190) -con el significativo
título de La próxima cristiandad- Jenkins examina
ideas de Huntington sobre el conflicto entre Occidente e Islam,
pero las reinterpreta a la luz de su análisis anterior. El
conflicto -también militar- le parece probable: pero los que
Huntington denomina "conflictos de falla (fault
line conflicts) entre estados colindantes pertenecientes a
distintas civilizaciones, entre grupos de distintas
civilizaciones que viven dentro de una misma nación, y entre
grupos que [...] tratan de construir nuevos estados de los
escombros de los antiguos", se desarrollaran, según
Jenkins, principalmente en zonas donde el siglo XXI verá la
presencia, codo con codo, de naciones guiadas por las nuevas
cristiandades -Zaire y Uganda- y de naciones musulmanas, o bien
de regiones musulmanas y cristianas en un mismo Estado -Nigeria,
Tanzania y Filipinas , con Nigeria -en particular- identificada
como la sede más probable de una futura "colisión"
(pág. 172) entre las nuevas civilizaciones y el Islam. Jenkins
no se hace ilusiones sobre el carácter agresivo del Islam
contemporáneo. Aunque "sin duda, los cristianos
modernos hayan cometido su parte de atrocidades" (pág.
170) -por ejemplo, los serbios ortodoxos de Bosnia-, "en
el mundo en general, no hay dudas sobre la amenaza de
intolerancia y de persecución que procede principalmente de la
parte islámica de la ecuación" (ibidem). Desde este
punto de vista, "choca el carácter provinciano de la
opinión pública occidental. Cuando un único homicidio motivado
por razones religiosas o raciales se comete en Europa o en
Estados Unidos, el suceso determina una amplia meditación
colectiva, pero cuando millares de personas son masacradas a
causa de su fe en Nigeria, en Indonésia o en Sudán, la historia
es raramente recogida por los periódicos. Algunas vidas cuentan
menos que otras. Una espécie de prejuicio religioso ayuda a
explicar el silencio sobre lo que acontece en lugares como
Sudán. Los liberal occidentales no desean parecer antimusulmanes
o antiárabes, y dudan dos veces antes de apoyar el destino de
los cristianos del Tercer Mundo" (págs. 163-164). No
se trata solamente del Islam. Igual que Huntington, Jenkins
evidencia el crecimiento del fundamentalismo -o nacionalismo
religioso- hindú y la posibilidad de un enfrentamiento con las
minorías cristianas que crecen continuamente en India, en la que
está destinada a jugar un papel creciente la cuestión de los
"intocables", dalit, como demuestran las feroces
polémicas con ocasión de la consagración, en el año 2000, del
primer dalit como obispo católico, de Hyderabad, en Paquistán.
La asociación del hinduismo, en la imaginación popular,
solamente con la no violencia "no violencia gandhiana y
a una tolerancia sin límites" (pág. 183) constituye
otro estereotipo occidental. Jenkins añade que "el
Dalai Lama, una de las figuras religiosas preferidas por los
occidentales" (pág. 185), ha rubricado en 2001 una
dura declaración contra los misioneros cristianos redactada por
ambientes fundamentalistas hindúes (cfr. ibidem): quizás
también la imagen del budismo como movimiento necesariamente
apolítico y no violento tendrá que ser cuestionada en
transcurso del siglo XXI. Mientras Huntington dedica bastantes
páginas a la perspectiva, catastrófica para Occidente, de una
posible alianza entre la civilización islámica y la confuciana
en clave antioccidental, Jenkins considera el escenario
alternativo de un enfrentamiento entre China y el Islam. No
solamente, una vez que se aflojara la persecución comunista,
China -donde las religiones tradicionales son débiles- podría
experimentar aquel gran florecimiento que muchos observadores
consideraban inminente antes del advenimiento del comunismo, pero
hoy día es un hecho que las minorías cristianas perseguidas en
países como Indonésia y Malasia son mayoritariamente de etnia
china, y son perseguidas por cristianas, y por chinas. China ya
amenazó una intervención en defensa de estas minoría
cristianas etnicamente chinas, tan es así "que el
protector y el patrono natural de las comunidades cristianas
asiáticas en los próximos años podría no ser los Estados
Unidos, o la Gran Bretaña o Australia, sino la anti-religiosa
China". (190).
"Volviendo a
casa"
El capítulo noveno, Volviendo a casa (págs. 191-209),
explora la posibilidad de misiones de las nuevas cristiandades en
el Sur del mundo hacia los Estados Unidos y sobre todo hacia
Europa. Iglesias pentecostales iberoamericanos y asiáticas -como
la controvertida IURD- y nuevos movimientos religiosos de origen
cristiano surgidos en África son ya ahora particularmente
activos en varios países europeos. Pero, una vez más, estas
iniciativas más bien exóticas pueden distraer la atención de
los movimientos católicos -como el citado grupo filipino El
Shaddai- o bien que pertenecen al protestantismo clásico a ser
exportados con mayor éxito desde el Tercer Mundo hacia Estados
Unidos y Europa. El interés quizás es mayor en los cristianos
conservadores desorientados por el progresismo de sus Iglesias y
comunidades. Por ejemplo, el arzobispo anglicano de Rwuanda,
Emmanuel Kolini, y el influyente arzobispo anglicano de Singapur,
Moses Tay -ambos de ideas más bien conservadoras- han ordenado
varios occidentales como sacerdotes anglicanos, y en el 2000 han
consagrado también dos obispos, de hecho creando una profunda
división dentro de la Comunión Anglicana (cfr. pág. 203).
Má en general, las nuevas cristiandades asiáticas y africanas
toman partido a favor del elemento más tradicional y ortodoxo de
sus respectivas denominaciones en los debates internacionales en
tema de aborto, control de los nacimientos, homosexualidad y
relativismo religioso y moral. Jenkins evidencia por ejemplo que
el documento vaticano del 2000 Dominus Jesus, que
pareció profundamente ofensivo a los intelectuales occidentales
progresistas, dentro y fuera de la Iglesia católica, ha sido en
cambio saludado con gran favor por la mayoría de los católicos
en África y en Asia. El documento, anota Jenkins, "[...]
no estaba dirigido a los progresistas del Norte del Mundo que
practican una variedad diletantística de religión de café,
sino a las Iglesias del Sur que crecen rápidamente y que piden
reglas prácticas para garantizar su autenticidad" (pág.
197). Respecto a la homosexualidad, en Occidente nos damos
raramente cuenta de cuanto sea ajena, por ejemplo, a la
mentalidad africana. El presidente de Zimbabwue, Robert Mugabe
-un personaje al menos hasta hace algún tiempo popular en el
mundo progresista internacional, y no especialmente religioso- ha
declarado que, entre los habitantes de su país, consideran los
homosexuales "a un nivel más bajo que los cerdos y los
perros" (pág. 201), avalado posteriormente por el
presidente de la cercana Namibia, Sam Nujoma -también jaleado
como héroe de la lucha anti-colonialista-, según el cual la
homosexualidad en África es una "práctica extranjera
[...]; la mayoría de los entusiastas promotores de estos
pervertidos son europeos, que creen que están en la vanguardia
de la civilización y se consideran ilustrados"
(ibidem). El crecimientos de las nuevas cristiandades en África
y Asia -mientras en Iberoamérica coexisten tendencias de signo
distinto- podrían, en el siglo XXI, determinar nuevas mayorías
internacionales más vinculadas, según Jenkins, a la ortodoxia
tradicional dentro de las grandes Iglesias y comunidades
tradicionales, Iglesia Católica inclusive, aunque también puede
ser posible que -haciéndose, de minoría, mayoría- el
Cristianismo asiático y africano acabe reproduciendo la
pluralidad de posiciones típicas del occidental. De todas formas
los números, según Jenkins, están de la parte de las nuevas
cristiandades. Él pone de manifiesto por ejemplo la atención,
que juzga excesiva, con la que los medios de comunicación
cubrieron los sucesos de la Iglesia católica holandesa, mientras
los católicos prácticantes en toda Holanda son "[...]
poco menos de la mitad de los presentes, por ejemplo, en la sóla
área metropolitana de Manila" (pág. 198).
"Viendo de
nuevo la cristiandad, como si fuera la primera vez"
El décimo capítulo, Viendo de nuevo la cristiandad, como si
fuera la primera vez (págs. 211-220), saca las conclusiones
del libro, no refiriéndose solamente a las tesis de Huntington
-que son, como hemos visto, acogidas y "corregidas"-
sino también al acalorado debate sociológico en temas de
secularización. Ciertamente los acontecimientos en el Tercer
Mundo da razón a quien afirma que las teorías de la
secularización se aplican, todo lo más, a un limitado número
de países europeos, en un arco de tiempo históricamente
determinado, y no constituyen en absoluto una regla universal. La
tesis específicas de Jenkins, no obstante, es que las nuevas
cristiandades emergentes de África y de Asia no constituyen un
exótismo menor, o una nota a pie de página de este debate, sino
un elemento central de cualquier reflexión sobre el estado de
las religiones en el siglo XXI. El movimiento impulsado por
Huntington a favor de un retorno al significado central del
concepto de "civilización" se convierte, en el
análisis de Jenkins, en un llamamiento a redescubrir -pero en
clave parcialmente nueva- las nociones de "civilización
cristiana" y de "cristiandad", declinándolas al
plural.
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Massimo Introvigne, y T. Ángel Expósito Correa.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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