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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Dos conceptos de democracia .

La "democracia" contemporánea es positivismo jurídico y total: niega la capacidad humana para descubrir -no inventar- la verdad. Por ello es injusta e irracional. Concede los mismos derechos al error que a la verdad. Propicia el acceso al poder a los menos idóneos y por lo mismo conduce al caos.

Todos los postulados que alimentaron la Revolución francesa fueron netamente negativos. Fueron una falsificación de los ideales originales cristianos. La Revolución francesa estableció el primer régimen terrorista de la historia. Fue propiamente la revolución atea que difundió por el mundo la secularización el positivismo jurídico con el gravísimo daño que esto viene comportando en la vida de los individuos y los pueblos.

Traemos aquí unas consideraciones de Andrés Gambra Gutiérrez en su glosa al estupendo libro publicado en 1977 por el autor francés Jean Madiran con el título de "Les deux democraties". Dice así:

«Antes de seguir adelante conviene establecer de una vez por todas la diferencia, que es diferencia de fondo, diferencia en lo esencial, que media entre la democracia entendida en su acepción tradicional, o «democracia clásica o natural» en la terminología de Madiran y la "democracia" contemporánea, la que ha logrado implantarse en una gran parte del mundo a partir de la Revolución francesa y a la que Madiran denomina «democracia moderna o totalitaria».

Esta distinción tiene un interés especial para la adecuada comprensión del tema que nos interesa. Un interés doble. Nos va a proporcionar, por una parte, una valoración definitiva desde la óptica del pensamiento político católico de esa concepción de la democracia -la "democracia" contemporánea- que es hoy admitida por la inmensa mayoría de los habitantes del mundo occidental, con un carácter cuasi dogmático, como el único sistema de gobierno legítimo, viable y benéfico. Por otro lado, dicha distinción va a situar en su verdadero contexto los equívocos a que el concepto de democracia se ha prestado, y sigue prestándose, en el quehacer político de los católicos contemporáneos que, desde posiciones sobre el tema frecuentemente antagónicas, no siempre se han mostrado dispuestos a distinguir, con la nitidez que hubiera sido recomendable, entre una y otra forma de democracia, la que es admisible para un católico e incluso recomendable en determinadas circunstancias de lugar y de tiempo, y la que no lo es ni podrá serlo nunca.

Digamos por adelantado que los católicos liberales y los demócratas cristianos se ha valido con frecuencia del equívoco entre los dos conceptos de democracia, para introducir gato por liebre y justificar concepciones políticas erróneas de doctrina o política, que hubieran requerido una firmeza decidida.

Madiran pone de relieve que la democracia, en su acepción clásica o tradicional, era tan sólo una de las tres formas de gobierno legítimas, reconocida como tal por todos los tratadistas de derecho política católicos y por el magisterio eclesiástico. Aquella democracia era simplemente una de las formas posibles de designación de los gobernantes y no otra cosa.

La nueva "democracia", la "democracia" contemporánea, es algo muy diferente. Entraña una concepción de la legitimidad y del poder, de carácter absolutamente innovador y revolucionario, que es inconciliable desde su origen con los supuestos fundamentales del pensamiento político cristiano. La "democracia" contemporánea, heredera de las teorías de Spinoza, Locke y Rousseau, hace de la elección democrática no ya una forma posible, entre varias, de designación de los gobernantes, sino el criterio único de legitimidad y sitúa en el pueblo la fuente exclusiva de esa legitimidad (artículo 3 de la Declaración de Derechos de 1789: «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación»). De este principio se deriva, como su corolario natural, la afirmación de que la voluntad general es el fundamento único de la ley, y que ésta no es sino la expresión de la voluntad general y sólo eso (articulo 6 de la citada Declaración: «La ley es la expresión de la voluntad general»).

El advenimiento de este nuevo concepto de "democracia" supuso el triunfo de una «nueva» moral y de un «nuevo» derecho, radicalmente distintos de los existentes hasta entonces en el ámbito de las sociedades aun cristianas de la modernidad. Hasta ese momento, hasta la Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano (aprobada por la Asamblea Nacional de Francia, 26 de agosto de 1789), la ley era considerada de forma inequívoca como la expresión más o menos acertada, que los legisladores formulaban, «de una realidad superior al hombre, de una bien objetivo, de un bien común que el hombre traducía, interpretaba y calificaba libremente, pero no arbitrariamente». Como indica Madiran, «el legislador hacía lo que podía y no siempre lo que debía», pero la ley era entendida de forma universal -prescindiendo del mayor o menor acierto y de la mejor o peor voluntad del legislador- como «la expresión humana de la voluntad de Dios sobre los hombres, conforme a la naturaleza que El les ha conferido y al destino que ha querido darles».

A partir de aquella fecha de 1789 el poder y la ley se desentendían de la voluntad de Dios y buscaban su fuente de inspiración exclusiva en la voluntad popular. De aquí que, al no reconocerse ya una verdad objetiva ni un derecho natural fundado por Dios, que se impusiese como superior a la opinión cambiante de los pueblos o de los legisladores por ellos designados, Madiran pueda afirmar que la nueva "democracia" es totalitaria, puesto que en el derecho «nuevo» no puede existir, por principio, ninguna declaración de derechos ni garantía constitucional con pretensiones de intangibilidad, que no puedan ser modificadas, en cualquier momento, por los mismos legisladores que la convivieron o por sus sucesores inmediatos.

En 1789, la apostasía se hizo colectiva. Se convirtió en el fundamento del derecho político. La "democracia" moderna es la democracia clásica en estado de pecado mortal. Esta situación forma parte esencial de la «estructura de pecado» del mundo actual, con expresión del Papa Juan Pablo II.

Si la democracia clásica o natural -que podría o no, según las circunstancias de espacio y tiempo, ser un buen sistema de gobierno- no contradice en sí ninguna de las «leyes de la creación y del Creador», la "democracia" contemporánea, en cambio, al erigir la voluntad del hombre en la única medida del bien y del mal, «sustituye las religiones por la religión del hombre que colectivamente se hace Dios».

En realidad, la "democracia" contemporánea es, en cierta forma, una verdadera religión. La religión de la antirreligión, con una santoral y unas devociones, con una mística y una tierra prometida. De aquí que la "democracia" contemporánea se enfrente con espíritu de cruzada al cristianismo, que al someter el hombre a los designios de Dios y subordinar su quehacer terrenal al logro de una Jerusalén ultraterrena, encarna precisamente todo cuanto la Revolución "democrática" repudiaba y venía a desbaratar.

El pecado de los católicos de izquierdas fue el de confundir una democracia con otra: confundir la "democracia contemporánea" -la que ellos conocían, aquella con la que les había tocado convivir y que se había impuesto en el mundo moderno por su propia «virtu», en la acepción maquiavélica del término, al margen por completo de la acción o inspiración del catolicismo- con la democracia tradicional, con aquella que sí hubiera podido revestirse de un sentido católico. No comprendieron, o prefirieron ignorar, encastillándose en posiciones de pretendida generosidad y espíritu de concordia -que en realidad no eran, al menos en bastantes casos, sino pereza, oportunismo y miedo a quedarse al margen de las corrientes en boga o de los centros de poder-, que aquella "democracia", la democracia-religión, con la que pretendían pactar, era un sistema de poder muy complejo, dotado de un corpus doctrinal, de un aparato institucional y de unos objetivos concretos a corto y largo plazo, en el que la cuestión de la designación mediante sufragio de los gobernantes era sólo una faceta, y no la más importante, de su programa.

No comprendieron que el liberalismo y la "democracia" totalitaria eran, en el fondo, la religión del hombre enfrentada a la de Dios, y malgastaron sus fuerzas en un intento estéril de conciliar lo inconcebible

Alvaro Maortua.

 



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