Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

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Indice de contenidos

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CARTAS

Revista Arbil nº 63

El ombligo, los árboles y el bosque

por Jorge García-Contell

El artículo es una invitación a no considerar la inmigración como un fenómeno homogéneo ni unívoco. En realidad existen dos inmigraciones diferentes: la de procedencia islámica es hostil a la civilización que la acoge, niega sus valores y aspira a suplantarla; por el contrario la de origen hispánico no puede en absoluto considerarse una amenaza para nuestra identidad. Antes bien pudiera darse el caso de que contribuyera a rehispanizar la vieja Hispania

 

Todas las calzadas del imperio romano partían del foro de Augusto y en él estaba ubicada la piedra miliar desde la que se iniciaba la cuenta de las distancias viarias. Explican los arqueólogos que aquel mojón era conocido como umbiculus orbi y ya en nuestros días suele otorgarse dicho apelativo a personas o instituciones cuya autoestima rebasa los límites de la prudencia, llegando incluso a tomar su propia idiosincrasia como medida útil para calibrar toda la realidad que les circunda.

Cierta dosis de "ombliguismo" puede sospecharse -y en ocasiones algo más- en las declaraciones públicas que sobre la inmigración realizan portavoces políticos de organizaciones preocupadas por un fenómeno masivo, incontrolado y de características crecientemente alarmantes.

No me refiero, claro está, a quienes interpretan a diario el evangelio de la modernidad y señalan el llamado multiculturalismo como el novísimo carisma con el que debe de revestirse toda sociedad que se precie de avanzada. Tampoco aludo a quienes evocan el fecundo mestizaje hispánico en las Américas y lo identifican muy erróneamente con la proliferación de grupos nacionales asentados en España y que conviven en yuxtaposición, ora resignada, ora solapadamente hostil. Antes bien dirijo mi atención hacia quienes se escudan en una pretendida defensa de la identidad nacional para rechazar el fenómeno inmigratorio en conjunto y sin fisuras, al que no dudan en calificar como invasión.

Me cuento entre quienes lamentan que un orden económico mundial perverso expulse a centenares de miles de personas cada año de la tierra en la que nacieron y las obligue a marchar lejos en busca de pan y futuro para sus hijos.

Maldigo un sistema aberrante que, no contento con esquilmar los recursos naturales del mundo para despilfarro de unos pocos, diezma también la población joven de medio planeta y la convierte en mano de obra barata que mantenga activas las cadenas de producción.

Pertenezco a la generación que ha visto multiplicarse las campañas de control de natalidad de signo hedonista o alarmista y, por tanto, no puedo evitar una amarga sonrisa al contemplar cómo el mismo sistema político y social que alertaba ante el riesgo de sobrepoblación e incitaba a liberarse de las ataduras familiares reitera ahora que necesitamos de la inmigración para rejuvenecer la decrépita Europa.

Y soy de los que en cada hombre ven más -muchísimo más- que dos manos que trabajan y compran con tarjeta de crédito.

Precisamente por ello estoy entre quienes afirman los derechos individuales que otorga la propia condición de persona y considera que tales derechos han de vertebrarse en un orden moral objetivo orientado al bien común.

Si es cierto que en España no pueden cubrirse determinados puestos de trabajo por falta de solicitantes, no seré yo quien niegue a gentes de ultramar el derecho a ocuparlo; todo ello dando por supuesto que es auténtica la premisa y no un subterfugio para forzar a la baja las condiciones de contratación en el ya de por sí precario mercado de trabajo.

Pero si existen los derechos de cada persona no menos reales son los derechos colectivos de cada pueblo y, entre ellos, el derecho a su identidad -a preferirse- que es tanto como el derecho a ser y sobrevivir.

El sistema "globalizador" o mundialista considera los fenómenos migratorios como pieza esencial de su equilibrio y contempla la ingente masa de desplazados como un todo homogéneo y neutro: exportable y de indiferente ubicación como una más de las mercancías que las transacciones comerciales mueven de un continente a otro.

Este error, o más bien esta deliberada falsedad, suscita creciente contestación en los países de destino y se extiende paulatinamente entre las poblaciones nativas un sentimiento híbrido de angustia e impotencia al saberse víctimas de una sigilosa invasión por gentes que provienen no ya de culturas dispares sino de civilizaciones esencialmente opuestas y, en algunos casos, hostiles.

No obstante, si falsaria es la propaganda mediática de las instituciones, no menos desafortunado resulta con frecuencia el criterio seguido para rechazarla.

Falso es hablar de los inmigrantes como individuos intercambiables y de caracteres unívocos, pero falso es tambien considerarlos a todos sin distinción extranjeros, extraños, alejados.

De "ombliguismo" pecan quienes trazan la línea divisoria entre nacionales y extranjeros atendiendo sólo al pasaporte, a la fonética o a los rasgos faciales pues, por encima de cuanto determine el Derecho internacional, ningún hispanoamericano es extranjero en España y quienes desde posturas pretendidamente "nacionales" optan por preferir el asentamiento entre nosotros de europeos parecen no comprender realmente qué cosa es la cosmovisión hispánica, hasta qué punto informa la identidad compartida a ambas orillas del océano y hasta qué punto es negada en según qué naciones europeas.

Quien tenga ocasión de tratar frecuentemente con hispanoamericanos llegará incluso a sorprenderse de cuán importante puede ser su contribución en la tarea de españolizar de nuevo España. Incluso en el aberrante caso -que nadie osa admitir- de que se midiera la afinidad nacional por el color de la piel, no dejaría de ser chocante un pretendido patriota español que se considerase más próximo de un finlandés o de un checo que de un argentino, nieto de españoles o de italianos.

La amenaza de una Europa islamizada es dramáticamente real y en algunos países la nueva civilización puede llegar a imponerse demográficamente en menos de un siglo.

Y uso el término "imponerse" porque, a despecho del mensaje repetido por el coro mediático del sistema, no existe voluntad de integración o asimilación en las masas de norteafricanos que se asientan en Madrid, Murcia, Jaén o Alicante: simplemente aprovechan la falsa tolerancia -por ser en realidad simple debilidad- de nuestra sociedad.

Tolerancia que, conviene recordar, jamás disfrutaríamos nosotros si decidiéramos instalarnos en el Magreb porque allí sí creen en sus propios valores y no permiten que su civilización sea cuestionada.

Quien equipare a marroquíes y ecuatorianos, argelinos y cubanos en calidad de "invasores" puede ser necio o racista pero muy dificilmente puede ser considerado un patriota; a lo sumo, puede tratarse de un español a quien los árboles de la modernidad impiden ver el frondoso bosque hispánico.

Antes bien, urge exigir el derecho de preferencia nacional en la acogida de inmigrantes y establecer contingentes anuales integrados por nuestros compatriotas hispanos de ultramar, sólo subsidiariamente completar los cupos con europeos y en ningún caso aceptar nuevas oleadas de musulmanes.

Si no percibimos con nitidez la extrema urgencia de preterir nuestra hospitalidad hacia África en favor de nuestro reencuentro con América puede no estar lejano el año en el que no podamos celebrar la Navidad el veinticinco de diciembre ni la Hispanidad el doce de octubre, pero veamos en cambio a nuestros nietos postrarse en oración orientados hacia La Meca.

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Jorge García-Contell.
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Revista Arbil nº 63

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tal servicio que delante de su faz
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"



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