Ruego que se me disculpe por el aparente carácter erudito, o, peor aún, por la posible pedantería, del interrogante que acabo de enunciar. No quisiera que las ramas de las palabras ocultaran el bosque del asunto al que quiero referirme, y que, por eso, debo a continuación explicar en sus perfiles necesarios. Se llama "ética procedimental" a una corriente de la ética contemporánea, cuyos más relevantes representantes son Karl Otto Appel y John Rawls. Estos autores discrepan entre sí en más de una tesis, pero concuerdan en el sostener que sólo son aceptables como normas morales aquellas que reciban, o puedan recibir, la aprobación de los afectados por ellas. Lo de "procedimental" significa, entonces, que el problema es determinar qué procedimiento o mecanismo es el adecuado para que se produzca la aprobación (o, en su caso, el rechazo) de las normas con aspiraciones universalistas. Añadiré que, en España, la más caracterizada representante de la ética procedimental es la profesora Adela Cortina, Catedrático de Ética en la Universidad de Valencia. Lo interesante del caso es que, además, la profesora Cortina pretende que la ética procedimental es perfectamente cristiana. Por mi parte yo anticipo que tengo al respecto algunas objeciones importantes. Pero no miremos ahora la cuestión en sus detalles, sino en el marco que le presta su relevancia e interés. ¿Por qué habríamos de pararnos a estudiar este asunto? A este respecto considero conveniente hacer tres observaciones: 1ª observación. Como todo el mundo sabe, la Doctrina Social de la Iglesia, que "está constituida única y exclusivamente por los pronunciamientos oficiales del Magisterio pontificio y conciliar, por vía generalmente ordinaria, sobre los diferentes ámbitos de la convivencia" (1) , consiste formalmente en "el conjunto de enseñanzas, que el Magisterio de la Iglesia católica ha expuesto y urgido en la época contemporánea sobre la llamada cuestión social" (2) , según la fórmula que gusta emplear D. José Luis Gutiérrez en su célebre y muy recomendable Introducción a la Doctrina Social de la Iglesia. Importa no olvidar que "el adjetivo «social» en el término compuesto Doctrina Social de la Iglesia abarca todos los campos en los que modernamente se desarrolla la convivencia humana. En otras palabras, se extiende objetivamente al entero panorama de las realidades temporales que configuran y condicionan la vida del hombre en sociedad" (3) . Así delimitada, podemos entender la Doctrina Social de la Iglesia como la doctrina cristiana y católica sobre la vida social del hombre. Y en tal sentido, debe advertirse que la Doctrina Social de la Iglesia incluye todas las propuestas verdaderas y justas que, sobre el vivir del hombre en sociedad, pueda elaborar la razón humana. Pues en efecto, la razón natural es una fuente radical de la Doctrina Social de la Iglesia, como dice D. José Luis Gutiérrez. Así lo explica: "En cuanto a la razón como segunda fuente radical de la Doctrina Social de la Iglesia, debe recordarse que el Magisterio de la Iglesia hace suyos los enunciados que la razón humana, en su ejercicio y despliegue correctos, dicta para el ordenamiento justo de la vida social. Asume, desarrolla y vigoriza no pocos elementos del orden natural en su corpus de enseñanza, ya que el Evangelio confirma y ahonda «los valores éticos contenidos en la ley natural». Y sigue diciendo: "La Iglesia católica profesa una alta estima de la razón. No la supervalora, como si fuera la medida universal suprema de todo. Ni la subestima, como si fuera incapaz de alcanzar la verdad objetiva. Puede y debe hablarse por ello de un sano aprecio cristiano de la razón, perfectamente compatible con el humanismo teocéntrico, que la cosmovisión cristiana de la vida defiende y vive". En conclusión: "El Magisterio Social de la Iglesia dispone así de convicciones de razón y de convicciones de fe. Acepta de grado todas las grandes conclusiones ciertas que proceden del ejercicio correcto de la razón a la luz de la experiencia, las cuales se complementan con las convicciones basadas en la palabra de Dios revelada a la humanidad en Cristo y por medio de Él. Por esto, la Doctrina Social de la Iglesia ve siempre «a la luz de la razón y de la fe los fundamentos y los fines de la vida social»" (4) . Vistas las cosas desde esta perspectiva, resulta obvio que tiene sentido la confrontación que propongo entre Doctrina Social de la Iglesia y ética procedimental. Porque con aquello en que la ética procedimental resulte acertada podrá enriquecerse, sin duda, a la Doctrina Social de la Iglesia, mientras que lo equivocado y rechazable de esa ética tendrá que quedar, por esa sencilla razón, fuera de la Doctrina Social de la Iglesia. Porque en esto se tiene un caso más de la universalidad de la doctrina católica en general, y de la doctrina católica sobre lo social en particular. La enseñanza cristiana no es, objetivamente hablando, una más entre varias opciones, sino que es la única realmente posible, porque en ella se recibe toda la verdad, bien sea la verdad revelada, bien sea la verdad conquistada por el hombre. Nada de lo verdadero y lo bueno nos es ajeno a los católicos, sino que nos pertenece en la misma medida en que creemos en Cristo como la pura, absoluta y completa Verdad. 2ª observación. Hace unos días llegó a mis manos un volumen titulado Historia intelectual del siglo XX, recién editado en España, cuyo autor se llama Peter Watson. Tiene casi mil páginas. Trata de ser una exposición exhaustiva del asunto, una historia que agote los datos del siglo XX, y de tan querer serlo hay veces que el lector se pierde entre tantos nombres y tantos datos. Lo que sobre todo me ha llamado la atención y, si debo ser sincero, me ha llegado a irritar, es un doble hecho. Por un lado, el que el autor ignore olímpicamente todo lo acontecido en el mundo hispanoamericano. Apenas si se menciona a Ortega, Dalí, Picasso, Tàpies y poco más. Y por otro lado, me han chocado sus referencias a los católicos, tan escasas como hirientes. Entre 965 páginas totales, sólo dos se refieren al Concilio Vaticano II, y ello para acabar diciendo que "el Concilio Vaticano II constituyó una oportunidad perdida" para la "modernización" de la Iglesia, es decir, para la aceptación del aborto y de la regulación artificial de la fertilidad" (5) . Pues bien, este libro ya lleva dos ediciones. Hablo de este libro como podría hacerlo de otro titulado La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España, recientemente editado por Tecnos y Alianza (6) , en el cual cualquier pensador que de lejos pueda parecer que se acerca al catolicismo ha sido perfectamente silenciado. Estos dos casos, y otros muchos que podrían añadirse ponen a la vista un hecho tan grave como doloroso. Este hecho consiste en que, a mi modo de ver, el cristianismo está siendo arrojado del mundo. Es decir, nos encontramos con que los que no piensan ni actúan "en católico", y salvo excepciones, nos vuelven la espalda y se comportan con nosotros, en el mejor de los casos, como con pretendientes que deben hacer méritos para llegar a ser aceptados en el mundo adulto y moderno. Ellos se tienen como los auténticos dueños del mundo y se creen con derecho a admitirnos o excluirnos de él si ellos quieren, siendo así que el mundo, en su plena y radical realidad, es nuestro lugar nativo y propio. Esta situación, dolorosa, como digo, y también desconcertante y ridícula en algún sentido, hace ver que la confrontación entre la Doctrina Social de la Iglesia y las éticas procedimentales tiene también -quizá: sobre todo- los rasgos de una verdadera alternativa. Ello, justamente en la misma medida en que estas éticas (o cualesquiera otras) se presenten a sí mismas como éticas laicas. Este es un punto de la máxima importancia. La idea de que la ética sea laica procede, como bien se sabe, del intento por conseguir un mínimo factor común de convicciones morales en este mundo secularizado y plural. La ética laica pretende, al menos en cierto modo, ser una solución a la desaparición de Dios como garante común y universalmente aceptado de las obligaciones morales. Y esto, que en apariencia podría entenderse como algo positivo o, por lo menos, como lo menos negativo hoy posible, encierra sin embargo un par de dificultades de no poca monta. a) En primer lugar, las éticas laicas participan, más o menos rotunda y explícitamente, de la idea de que el hombre es un sujeto moral autónomo. Y esta es una idea tan significativa como dificultosa. Véanlo expresado en un párrafo cortante y ciertamente tremendo de Esperanza Guisán: "La ética laica, o la ética simpliciter, no atenta contra las religiones en general, sino contra aquellas, o aquellas partes de algunas, que atacan frontalmente los principios básicos de la propia ética, a saber, aquellas religiones, o aquellas partes de los credos religiosos que alientan o incluso exigen la heterenomía moral, el estancamiento del individuo en la etapa más infantil de su desarrollo, haciéndonos "niños", "hijos" sumisos y obedientes a algún "padre". La ética tiene como objetivo propio destronar monarcas, eliminar autoridades, proclamar nuestra propia autodeterminación, nuestro devenir padres de nosotros mismos, nuestra propia hechura" (7) . No todos los partidarios de la ética laica son tan duros, y tan extremados, en sus tesis. Pero sin duda es difícil entender cómo sea posible que el hombre sea autónomo y que, al mismo tiempo, deba someterse a las leyes y órdenes de Dios. Seguramente es posible despojar al concepto de la "autonomía" de esta limitación que la lleva a hacer del sujeto autónomo un ser supremo; pero también es patente que no pocos de los defensores de esta palabra significan con ella algo del todo inaceptable para la ética realista y para la Doctrina Social de la Iglesia. A ello volveremos más tarde. b) En segundo lugar, y como en simetría con lo que acabo de señalar, no puede dejarse de lado, como ya demasiado oída, la conocida sentencia de Dostoievski: "Si Dios no existe, todo está permitido". Es decir: cabe tener lógicas reticencias hacia una ética fundada en otra cosa que no sea Dios. Pero la moderna ética laica justamente supone, no ya una separación respecto de cualquier fundamentación teológica positiva (es decir, en un credo determinado), sino también de cualquier basamento metafísico o teológico-natural. La enseñanza católica, como recuerda el moralista Aurelio Fernández, "profesa que el fundamento último de la vida moral es la creencia en Dios. En efecto, desde la primera página de la Biblia (Gen. 2, 16-17), Dios es quien determina lo que es «bueno» y «malo», y lo impone al hombre porque su ser y su felicidad dependen de que admita ese juicio moral propuesto por Dios" (8) . O en términos no teológicos, sino filosóficos: las leyes morales consisten en el modo de actuar conforme a nuestra naturaleza; actuar moralmente bien consiste en una libre afirmación de nuestro ser, como señala Millán-Puelles (9) . Ahora bien, siendo ello así, es decir, como ello supone que la ley moral está en la naturaleza humana, el autor de esa ley es el mismo que lo es de nuestra naturaleza, y ese autor no puede ser, ni más ni menos, que Dios. Por lo tanto, y radicalmente considerada la cosa, "si Dios no existe, todo está permitido". No obstante todo lo cual, es opinión del mencionado moralista Aurelio Fernández que el intento de una ética civil laica "a priori no debe ser condenado". Y explica enseguida que, si bien "el intento y la defensa a ultranza de la «ética civil» conlleva algunos riesgos", esa ética es la posible en "una sociedad «laica», que niega el recurso a Dios y que es intelectualmente plural" (10) . "En consecuencia -dice, para terminar, este autor-, la actitud de los católicos ante la «ética civil» es doble: denunciar sus insuficiencias y, al mismo tiempo, ofertar la moral católica con la convicción de que ofrece al individuo y a la convivencia social la solución para afrontar con eficacia los graves problemas que demanda la sociedad y la cultura de nuestro tiempo" (11) . Es decir: que el pábilo humeante no debe ser apagado y, por lo tanto, en las éticas laicas hay que abrazar los elementos positivos que en ellas se puedan encontrar, si bien no puede dejar de señalarse su estar mezclados, sin duda, con enormes dosis de error. Dicho esto, pasemos a la tercera observación. La ética procedimental, en cualquiera de sus variantes y modulaciones, responde al "hecho de una cultura «laica», precedida y acompañada de un pluralismo que abarca los diversos ámbitos del pensamiento y de la vida social, política, etc." (12) . Pretende ser una solución al problema que se plantea, en las sociedades democráticas actuales, con el pluralismo omniabarcante y la libertad ilimitada. Porque a nadie se le escapa que, tomada en todo su significado y sin exageración alguna, de la afirmación, tan alegremente manejada a veces, de que "en democracia pueden defenderse todas las ideas", se sigue no solamente la absoluta inmoralidad, sino también la destrucción de la propia democracia. Por ello, aunque la democracia es el sistema social de la "tolerancia", ni los más acérrimos demócratas ignoran que al menos algo es intolerable, siquiera lo sea la intolerancia misma, como, por ejemplo, sostiene K. Popper. Así, pues, la democracia no es el modo de vida social que se abre a todas las posibilidades sin absolutamente ninguna restricción. Junto a la prohibición de la intolerancia, se abre camino también en las democracias modernas el rechazo hacia el racismo, la xenofobia, el sexismo, el terrorismo, etc. Ningún régimen democrático, ningún demócrata es tan insensato y tan suicida que llegue a admitir seriamente toda opinión y cualquier comportamiento. Tampoco se trata, por parte de los demócratas extremos, de que todos los principios de organización y conducta de los pueblos puedan ser objeto de votación. Ni siquiera para los demócratas más exagerados es de recibo el relativismo arbitrario de los puros juegos de las mayorías. Nadie, por ejemplo, estaría dispuesto a que dependa de una votación popular su propia ejecución, siendo inocente. Ahora bien, las limitaciones que la democracia acaba reconociendo a las conductas de los ciudadanos, ¿cómo se justifican? La pura necesidad fáctica de estas limitaciones, su mero ser un hecho, podría parecer suficiente. Pero no puede ser así, porque el régimen democrático se supone, en principio, como el régimen de la máxima libertad y, por lo tanto, las limitaciones a la libertad en el marco de la democracia significan una aparente contradicción en la propia democracia, una aparente incoherencia en el propio corazón de la democracia, cosa que necesita una explicación urgente. Esta situación explica la aparición de las éticas civiles y laicas en general, y de las éticas procedimentales en particular. Las éticas dialógicas y procedimentales pretenden hacer pie, más o menos, en los planteamientos morales de Kant y conseguir así que tengan solidez algunos principios que puedan valer en el orden de la convivencia humana. Se trata, como declara A. Cortina, de "intentar responder... al gran reto legado por Nietzsche: averiguar si el orden moral desde el que cobran sentido la autonomía personal, el derecho moderno y la forma de vida democrática tiene realidad o es tal orden ficticio" (13) . Pero, ¿puede este programa ser acogido en esos mismos términos en el marco de la Doctrina Social de la Iglesia? Ese es el asunto del que quiero ocuparme a continuación. Veamos. Comencemos por caracterizar las tesis decisivas de las éticas procedimentales para tratar, a continuación, de valorarlas y discutirlas. 1. La ética procedimental parte de la convicción de que "el fortalecimiento de la sociedad civil requiere, como condición de posibilidad, la potenciación de una ética compartida por todos los miembros de esa misma sociedad" (14). Esto significa, como es claro, que las éticas procedimentales, aunque son éticas modernas (es decir, aunque se construyen a partir de los postulados de la Ilustración), son postilustradas, en la medida misma en que incluyen al menos el anhelo y la declaración, como vemos, de directrices éticas que vertebren a las sociedades. Tienen la convicción de que las sociedades funcionan mejor, digámoslo así, si los ciudadanos tienen convicciones morales comunes, que si no las tienen. Frente a posiciones inmoralistas, amoralistas y hasta antimoralistas de algunas corrientes modernas, la ética procedimental, lo mismo que las éticas laicas o civiles, reconocen, por fin, que una sociedad sana y equilibrada incluye la vigencia real compartida de valores y normas morales. En esto resulta la ética procedimental digna de aplauso y perfectamente aceptable. Es para alegrarse el hecho de que, por fin, alguna corriente de pensamiento moderno descubra algo, en sí mismo tan simple y evidente, de que una sociedad necesita de una unidad en lo moral. Pero una vez dicho esto, hay que preguntar: ¿cómo determina esta ética el contenido concreto de esa moralidad compartida por todos los miembros de la sociedad? 2. Este es el problema, que enseguida abordaremos. Antes es preciso dejar constancia de un segundo puntal de estas éticas. Y es que también estas doctrinas subrayan con claridad el valor absoluto de la persona humana. Esta afirmación está presente de forma explícita y clara en los textos de todos los partidarios de estas éticas, y en ello hay sin duda un mérito innegable (15) , aunque se puedan tener motivos para recelar de que la idea de ese valor y dignidad del hombre se apoyan en razones adecuadas. En efecto, la raíz kantiana de estas doctrinas lleva aparejado el que, cuando se subraya el valor de la persona, ello se haga sobre la base de una idea de la racionalidad por lo menos discutible. 3. Una vez reconocidos estos dos méritos, a continuación hay que tomar en cuenta otras tesis especificativas de las éticas procedimentales. Recuperemos la pregunta que antes dejamos en el aire: ¿cómo determina esta ética el contenido concreto de esa moralidad compartida por todos los miembros de la sociedad? Tal como la entiende Adela Cortina, esa ética que habría de ser compartida en sociedad es una ética de mínimos. Y lo decisivo es que es de mínimos a fuer de ser común, universal y racional. Para que la cuestión se pueda entender en sus justos términos nótese que, junto a la ética común de mínimos, la Prof. Cortina reconoce la existencia de "morales de máximos", una de las cuales lo es la cristiana. Véase cómo lo explica: "Dios no prescribe, invita; no paga lo debido, regala; no pasa cuentas del mal, perdona. «La ley vino por Moisés» -dice San Juan-, y la ley se aferra a las morales deontológicas -podemos añadir-. Pero por Jesucristo no vino la ley, sino la gracia, por eso, si el cristianismo además de una religión quiere ser una moral, tendrá que ser una moral de máximos, una moral de la vida buena, mientras que una moral cívica será una moral deontológica, de mínimos. Y esta diferencia hace que carezca de sentido presentarlas como alternativas, como rivales..." (16) . Creo que en este modo de presentar las cosas no se puede seguir a la Prof. Cortina, justamente en la misma medida en que pone en correlación el tamaño o extensión de la ética compartida y la universalidad de sus contenidos. ¿Qué tiene que ver el ser común a los miembros de la sociedad con el que algo sea en sí mismo de valor universal? Al margen de las objeciones que se puedan hacer, con toda justicia, a la interpretación que Cortina hace de los conceptos cristianos de "ley" y de "gracia", además de lo que se pueda decir acerca de su concepto del Dios cristiano, hay que señalar aquí -por lo que a nosotros ahora interesa- que la condición de "mínima" que la ética compartida tiene para Cortina no tiene más apoyo que la posibilidad del hecho de ser compartida por los hombres que componen la sociedad. 4. En el fondo de este modo de pensar se está jugando de una forma equivocada con una conexión entre "ser universal (y racional)" y "ser compartido por todos (los sujetos racionales)". Lo que es universal puede sin duda ser compartido por muchos sujetos, sean racionales o no. Pero tan universal puede ser la verdad como el error, la justicia como la injusticia, la moralidad como la inmoralidad. Esto explica que la ética dialógica pretenda ser racional sin por ello pretender ser verdadera. Para las éticas procedimentales, el concepto de la verdad -y el del bien verdadero- desaparece, envuelto en los pliegues de la comunidad social. Para estas doctrinas, es bueno lo consensuado o lo consensuable en principio. Esto mismo es lo que admite Cortina cuando escribe que "a mi modo de ver, como mantienen la pragmática universal y trascendental, defender algo como verdadero o como correcto significa creer que ese algo es justificable argumentativamente ante todo aquel que disfrute de competencia comunicativa. No que de hecho venga a aceptarlo o que del hecho de que lo acepte se siga que es verdadero o correcto, porque el criterio de verdad o corrección no puede ser el consenso, sino que «verdadero» o «correcto» significa que lo tengo por defendible ante cualquiera que se sitúe en condiciones de racionalidad" (17) . El planteamiento que hace A. Cortina del procedimiento para encontrar los valores morales parece poner a salvo a la moral del puro facticismo que se daría si se sostuviera que es lícito moralmente lo que de hecho es admitido como tal por los miembros de la sociedad. El texto que acabamos de leer es terminante en este sentido, y ello es también, cómo no, un mérito de la ética procedimental que ahora analizamos. Pero, al mismo tiempo, esta ética deja el valor moral pendiente de una racionalidad que alguien tendría que suponer que se puede dar en unas condiciones indeterminadas. El criterio de moralidad remite, así, a una cualidad de los sujetos agentes: lo moral es universal, y la universalidad, como venimos viendo, se encuentra en lo aceptable en principio por todos los sujetos autónomos y solidarios (18) . Y todo ello puede ser seguramente aceptado, con las debidas modificaciones y reservas, pero no puede pasarse por alto lo que hemos señalado. La ética procedimental basa el valor moral en un rasgo -la universalidad racional- que de ninguna manera garantiza la rectitud auténtica de lo que con ese criterio se pueda determinar como moral. En resumidas cuentas: la ética procedimental, en la versión que de ella ofrece A. Cortina, contiene como tesis significativas las cuatro siguientes: - Es bueno que haya una ética compartida por los miembros de la sociedad; - Los cuales, como personas, tienen valor absoluto. - Esa ética compartida es mínima; - Y es racional y universal. Ahora señalemos, como se prometió, las objeciones que se pueden añadir a las que hemos expuesto hasta ahora. 1. En las éticas procedimentales se acentúa que el valor moral es socialmente compartido. De este modo, la conciencia de cada hombre tiene como verdadera medida y referente la posición de la comunidad. Es la comunidad (fáctica o ideal) la verdadera sede determinadora del valor moral, y, por ello, la conciencia moral de cada sujeto queda postergada, en una posición que no puede ser aceptada de ninguna manera. La calidad moral es primariamente individual. Es cada hombre quien se encuentra originariamente con el qué hacer con su vida y con los demás como compañeros de camino. Pero quien es feliz en su caso, y quien en su caso es infeliz, es cada uno de los seres humanos. Quien es llamado a la felicidad es cada hombre, no la comunidad formada por todos ellos, o por algunos. Y por esta razón cabe decir que, frente a la posición procedimentalista, es más verdadera la inversa: el referente de los valores morales compartidos en la sociedad es la conciencia de los individuos. 2. Además, la ética procedimental oculta, bajo el formalismo (su apelación a la universalidad y a la racionalidad como criterios morales), un relativismo, pues para los partidarios de esta ética sólo en el diálogo hay verdad y hay bien moral. En general, son reacios, y se diría que por pura alergia, a cualquier forma de afirmación absoluta de valores (en realidad, no de todos, sino sólo de los valores distintos de los que ellos sostienen: el diálogo, la persona autónoma, la solidaridad, etc.). 3. En la misma línea, resulta que la democracia, tal como la entiende A. Cortina, "no puede contar con una noción compartida de bien común, sino con una sociedad pluralista, con distintas concepciones de la vida buena; sociedad que, por tanto, no puede estar unida sino por unos mínimos axiológicos o normativos, que posibilitan la convivencia tolerante de las distintas formas de vida" (19) . En consecuencia, para esta concepción de la vida humana, no hay nada que decir, desde un punto de vista moral, acerca de la prudencia, la templanza y la fortaleza. Ninguna de estas tres virtudes axiales tiene vigencia universal y absoluta. Todo se reduce a la justicia, y ésta, por supuesto, reducida a mera igualdad solidaria entre los hombres, sin ningún punto de referencia común. En fin: que la moral queda, en manos de los procedimentalistas, magra y hética. 4. Todo lo anterior se explica bien porque los procedimentalistas parten de la idea del hombre como ser completamente autónomo, en el sentido de por completo desvinculado de cualquier autoridad humana o divina. Ahora bien, el ámbito de la autonomía del hombre, en la medida en que este concepto puede ser admitido, coincide exactamente con los lindes del ámbito de aquello de lo que el hombre es dueño. Y el hombre, en rigor, no es dueño de su ser, sino sólo de su obrar. Un obrar que, por derivar de un ser creado, no puede ser autónomo en todos los órdenes, sino que se reduce, como a su principio, a lo que el hombre mismo es, y, en definitiva, al Autor de ese mismo ser. Frente a un autonomismo del hombre que lo hace, en definitiva, ateo y abocado a la muerte y a la nada, ha de afirmarse, como auténticamente verdadero, que la autonomía humana comienza por tener en su primer plano el sometimiento a Dios. La primera virtud humana, la forma primera del cabal y propio perfeccionamiento del hombre, es la religión. Por ello, una democracia atea, o vergonzantemente "agnóstica", está condenada al fracaso, por contraria al genuino bien del hombre. ·- ·-· -··· ·· ·-·· José J. Escandell Notas 1) J. L. Gutiérrez, Introducción a la Doctrina Social de la Iglesia, Ariel, Barcelona, 2001, p. 33. 2) Ibid. Remite a Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, de 30-12-88. 3) Ibid. Remite a Orientaciones..., 2.11, 1.55, 1 y a otros documentos pontificios. 4) Op. cit., pp. 38-39. 5) P. Watson, Historia intelectual del siglo XX, Crítica, Barcelona, 2002, p. 620. 6) A. J. Ruiz de Samaniego y M. Á. Ramos (eds.), La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España, Tecnos/Alianza, Madrid, 2002. 7) E. Guisán, Introducción a AA. VV., Ética laica y sociedad pluralista, Editorial Popular, Madrid, 1993, p. 13. Escriben en este libro personajes tan destacados como Victorino Mayoral, Mariano Aguirre, Jorge Novella, Marcelo Palacios, Luis Mª Cifuentes, Miguel A. Quintanilla, Joan M. del Pozo, M. Núñez Encabo, E. Miret Magdalena y Alberto Hidalgo. Organiza esta edición la Liga Española de la Educación y la Cultura Popular. 8) A. Fernández, Compendio de teología moral, Palabra, Madrid, 1995, p. 29. 9) A. Millán-Puelles, La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista, Rialp, Madrid, 1994, passim. 10) A. Fernández, Op. cit., p. 27. 11) Op. cit., p. 29. 12) Op. cit., p. 27. 13) A. Cortina, Ética sin moral, Tecnos, Madrid, 1990, p. 19, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op. cit., p. 71. 14) A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op. cit., p. 65. 15) Cosa distinta es la de a quiénes reconocen estos autores la índole de persona. Habitualmente se trata de seres humanos adultos, sin entrar en la cuestión de la correlación entre naturaleza humana y realidad personal. Así, pues, el subrayar la dignidad o valor de la persona no implica eo ipso la condena, por ejemplo, del aborto provocado o de la eutanasia. 16) A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993, p. 201, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op. cit., p. 78. 17) A. Cortina, Ética sin moral, ed. cit., pp. 111-112, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op. cit., p. 72. 18) Vid. A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, ed. cit., pp. 100-101, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op. cit., p. 76. 19) A. Cortina, cit., p. 75.. |