El 25 de julio de 2003 se cumplen 25 años desde que nació en Inglaterra Louise Joy Brown. Su historia había iniciado en noviembre de 1977, cuando Louise fue concebida en un tubo de ensayo, gracias a dos científicos, Patrick Steptoe y Robert Edwards. Bueno, también existe gracias a sus padres biológicos, Lesley y John Brown, que dieron el sí a una nueva técnica experimental para tener hijos. De este modo, se inició una aventura de laboratorio que iba a conseguir su primer resultado humano en el nacimiento de Louise el 25 de julio de 1978. En estos 25 años las técnicas se han diversificado, y no dejan de aparecer en las revistas especializadas y en la prensa noticias sobre nuevas posibilidades que se abren para los investigadores y para las parejas estériles. Algunos métodos han mejorado sus resultados, otros consiguen un bajo porcentaje de nacimientos de esos niños anhelados desde lo más profundo del amor paterno. Como son millones los esposos que no pueden tener hijos, las técnicas disponen de un gran "mercado", especialmente en aquellas zonas más ricas donde es posible cubrir los gastos de cada intento de fecundación artificial (aunque muchas familias no se pueden permitir el "lujo" de un hijo concebido en laboratorio). En otras zonas del planeta, en cambio, es un sueño querer aplicar la fecundación in vitro (FIV) por la pobreza en la que viven millones de parejas estériles y sin recursos económicos. A la vez, muchos esposos que pueden tener hijos de modo natural, ven con dolor cómo mueren uno o más pequeños, simplemente porque no hay dinero para medicinas, porque los hospitales de países pobres no son capaces de atender tantas epidemias semiolvidadas, como la malaria, o porque a veces no es posible respetar normas básicas de higiene. Quizá este sea uno de los grandes misterios de nuestra sociedad "globalizada". Mientras en los países desarrollados se invierten grandes cantidades de dinero para dar esperanza a unos esposos con problemas de esterilidad, en zonas pobres de Africa o de Asia hay padres que ven, con impotencia, morir a sus hijos. Algunos, incluso, optan por vender a alguno de sus hijos para dar un poco de comida a los que quedan en casa. Otros esposos ni sueñan con poder tener un hijo por problemas que desconocen, pues les resulta imposible acceder a las más elementales atenciones médicas. Todos sentimos un profundo dolor ante esta situación de injusticia. Pero a veces podríamos preguntarnos si los países ricos no hemos ido demasiado lejos al fomentar y promover la fecundación artificial, a costos muy elevados, cuando se podría emplear mucho de ese dinero en ayudar a niños pobres y en promover la adopción de niños huérfanos y abandonados. También es verdad que muchas parejas han sido capaces de descubrir en su infertilidad el inicio de una misión difícil, pero bellísima: poder ayudar a otra familia menos favorecida para ofrecer así a sus hijos un poco de comida y de bienes de primera base. Otras parejas, sin embargo, viven la infertilidad como un fracaso, como una derrota, como un ser "menos" que los demás. Pero ningún hombre ni ninguna mujer son "menos" por no tener hijos, aunque cueste muchísimo vivir esa situación. El amor sabe encontrar el sentido a las situaciones más dolorosas de la existencia humana. Hay otro aspecto de las técnicas de reproducción artificial que muchas veces es olvidado, y que atenta contra el respeto debido a cada ser humano. Por cada niño que nace gracias a la FIV mueren en el camino varios embriones. Alguno dirá que esto también ocurre en la naturaleza: muchos embriones y fetos no llegan nunca a nacer, a pesar de haber sido concebidos de modo natural. Pero hay una diferencia de fondo entre las dos situaciones: mientras que en cada concepción natural sólo es fecundado un óvulo (pocas veces dos o tres), en la FIV se trabaja casi siempre con números altos, para aumentar los resultados positivos. En otras palabras, se crean artificialmente seres humanos "sobrantes" para que, por estadística, los mejores (o el mejor) pueda sobrevivir y los demás se pierdan en el camino. A veces son destruidos; otras, son congelados indefinidamente, hasta que un día los laboratorios decidan qué se puede hacer con ellos. Cada ser humano vale demasiado como para ser tratado como un número, como un eslabón "útil" para aumentar el nivel de "éxito" de una clínica de reproducción artificial. Por lo mismo, no es anacrónico defender que cualquier concepción digna del ser humano es la que ocurre en su lugar natural: el útero de la madre. La sensibilidad ecológica del mundo moderno debería ayudarnos a redescubrir esta verdad, para que cada hijo pueda encontrar el inicio de su vida en la mejor casa, la que durante siglos nos ha acogido a todos. Nadie debería apropiarse de una vida humana ni usarla como un eslabón más para los estudios científicos o para lograr "resultados" más o menos seguros. Después de 25 años del nacimiento de la primera "niña probeta" nos hace falta afrontar de nuevo lo que significa ser hombre, lo que significa la paternidad y la maternidad. La medicina auténtica puede ayudar a muchos padres a mejorar su fertilidad, pero no debe sustituirlos. Cuando el hijo es resultado del trabajo de los científicos, cuando queda sometido a la acción de manos extrañas, puede ser olvidada su dignidad humana, puede llegar a convertirse en un simple medio para un fin más o menos hermoso. No podemos instrumentalizar a nadie, ni, mucho menos, a los hijos. Después de 25 años del nacimiento de Louise Brown la sociedad debe plantearse si las nuevas técnicas reflejan los principios de la justicia y del respeto con los que hay que tratar a cada ser humano, o si no corremos el peligro de caer en desigualdades y en situaciones de prepotencia en la que muchos débiles (millones de niños usados como "números" para garantizar el nacimiento de pocos afortunados) caerán por el camino. Estas reflexiones no quitan en nada el valor y la dignidad de cada niño que nace con la FIV o con otras técnicas que puedan aplicarse en el futuro (inclusive la clonación). Pero un método no es juzgado por los resultados, sino por el nivel de respeto que muestre hacia todos los hombres, hijos y padres, pobres y ricos. Ese es el reto de la medicina de todos los tiempos, también de nuestro mundo tecnificado y global. Un mundo necesitado, hoy como siempre, de principios éticos que nos lleven a la justicia y respeto que merece cada uno de los seres humanos, también de los que son todavía embriones, seres minúsculos que inician el camino de la aventura humana. ·- ·-· -··· ·· ·-·· Fernando Pascual Fuente Mujer Nueva Agradecemos a la dirección de esta revista el envío del artículo y su permiso de reproducción |